Ardían las calles de Barcelona con retratos del Rey pasto de las llamas. El jefe del Estado visitaba la ciudad, junto a la Heredera y su familia. Una estampa ya habitual. Una región fuera del control del Estado. Al mismo tiempo, Pedro Sánchez, en el plató, se refería a este asunto abrazado a la "proporcionalidad", y a la "unidad" como solución, con ese tono frío y distante tan característico, con tanta convicción como ponen los alsacianos al bailar flamenco.
Los debates electorales son tan peligrosos que Pedro Sánchez sólo ha querido uno. Resultó apalizado en los de abril. Rivera, entonces, se impuso en el primero e Iglesias en el segundo. Casado no ganó ninguno y el presidente en funciones perdió los dos. Ahora no ha ganado nadie. Están bloqueados. Se conocen demasiado, se repiten los mismos insultos, reproches, dardos y puñaladas. Se tienen demasiado vistos en un déjà vu fatigoso. Los españoles, seguramente, también.
Ha habido algún cambio en el escenario. Iglesias sigue mostrando su habilidad imbatible en el tono, que le mantiene alejado de su defunción política. Albert Rivera braceó con denuedo para recuperar el masivo voto en fuga que anuncian las encuestas. Arrancó bien pero incurrió en su error habitual: pasarse de frenada. Su ataque a Casado por la corrupción resultó algo extemporánea y hasta chirriante. Casado se hizo con el bloque clave, el de Cataluña, transmitió seriedad y solvencia, imagen presidenciable quizás algo encorsetado. Santiago Abascal, nuevo en esta plaza, debutó con sagacidad y prudencia, alejado de las melés. Sin corbata, miraba a cámara, recitaba sus propuestas y sonaba auténtico. Sonreía. Fue el único en poner sobre la mesa los huesos de Franco, asunto hasta entonces tabú, que generó un encendido cruce de acusaciones y reproches.
Ley audiovisual sobre TV3
Había salido Sánchez muy malherido del primer bloque del debate. Cataluña es su punto débil y así quedó demostrado. Intentó algunas artimañas algo forzadas, como recuperar la ley de referendums, que tumbó en su día Zapatero, o meterle mano a TV3. Además de la farsa, la idiocia. Casado le plantó la realidad frente a su granítico rostro: el Rey no puede caminar por Barcelona y al presidente en funciones tan sólo se le ocurre reformar el código penal. "¡Aplique la ley de Seguridad Nacional, deje de pensar en gobernar con los independentistas!". Y remató: "¿Qué es una nación, señor Sánchez? ¿España es una nación?". Sánchez callaba, decía que no con la cabeza y recitaba en voz baja: "¡Qué barbaridad, señor Casado, qué barbaridad!". "¿Usted recibirá los votos de ERC y JxCat, con quién pactará usted?", insistía el candidato del PP. "¡Qué barbaridad, señor Casado!", respondía Sánchez, con teatral asombro. Más argumentos no hubo. Más explicaciones no ofreció.
Rivera ofreció el punto dramático con la exhibición de un pedrusco de los que los que los jemeres bestias de la independencia arrojan a los policías en las revueltas. Pablo Iglesias recuperó su tono monástico y franciscano en aras del entendimiento para superar la crisis con una loa a la Guardia Civil. Abascal, quizás el más tranquilo de la velada, sin corbata y mirando a su cámara, corriente y firme, expuso su plan de acción, sin anestesia: ilegalizar partidos independentistas, poner a Torra a disposición judicial para que vaya a hacer compañía a Junqueras.
Abascal, desde su distante plataforma, habló de acabar con los gastos superfluos de las autonomías, la bestia negra de Vox. El bloque económico resultó superfluo, manido y previsible
Los activistas de la republiqueta se han apoderado de Cataluña y Cataluña se había adueñado de la noche antes de que el presidente en funciones anunciara que Nadia Calviño será vicepresidenta económica. Como si a alguien le importara. Luego desveló que creará un ministerio para los pueblos. Otro hallazgo. Derivó la velada hacia el empleo y los impuestos. Naderías ya sabidas, insulseces repetidas, salvo una embestida estridente de Rivera contra el Partido Popular a cuenta de la corrupción.
Sánchez osó esgrimir como propias las medidas económicas que heredó del Gobierno de Rajoy. Abascal, desde su distante plataforma, habló de acabar con los gastos superfluos de las autonomías, la bestia negra de Vox. Recetas manidas, palabras huecas, generalidades epidérmicas. El capítulo económico debería suprimirse de los debates por anodino y hasta sonrojante. "Que no gobierne la derecha", es el programa económico de Iglesias, enfrascado en el reproche permanente hacia Sánchez porque aspira a gobernar con la derecha. Casado se reservaba el golpe de gracia en el penúltimo apartado: "Es usted un peligro para la calidad democrática". Asado de antes de abril, pero con tono más suave y sin aspavientos.
Esta vez todo ha cambiado. Uno más en el plató. Abascal era el hombre oculto, apenas conocido salvo por sus próximos, hasta que se mostró en El Hormiguero y Vox se disparó en las encuestas. El choque a cuatro deriva en un tedioso baile por parejas. Este lunes, amen de descubrir al líder de Vox, hubo también oportunidad para la confrontación, un poco anodina, con un control del tiempo quizás muy ajustado ("aún tiene treinta segundos, señor Iglesias") pero un temario tan amplio que en ocasiones facilitaba excursiones por los cerros de Úbeda.
Los cinco candidatos de esta nueva entrega, todos varones, medianamente jóvenes, dotados de una desigual soltura mediática, parcos en gracejo, escasos en la ironía y con tanto sentido del sentido del humor como una comadreja, se jugaban mucho en este envite. Sánchez era el que tenía más que perder. No le fue bien. Su gesto inseguro, incómodo, delataba que sin duda ha tenido noches mejores. El fantasma del bloqueo se hizo presente. Sólo un milagro en las urnas podrían conseguir el anhelado vuelco.
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