Esta semana se han celebrado los treinta años de los Juegos de Barcelona. Quienes tenemos edad para recordar aquel acontecimiento sabemos que fue un momento espléndido para la ciudad, para Cataluña y para toda España. Un momento en que la colaboración entre las administraciones, y la implicación de la ciudadanía provocaron un momento de magia único, en que todos somos conscientes del éxito que supuso, de la proyección internacional de España que se alcanzó. Tal vez, en estos treinta años, ninguna otra ciudad que haya sido sede olímpica haya asistido a un triunfo tan resonante como lo fue aquel.
Sí, aquellos Juegos Olímpicos nos enseñaron el camino del futuro, que no puede ser otro que el impulso compartido entre las instituciones y la llamada a la participación de los ciudadanos. A ello se suma, como sucedió hace treinta años, la capacidad de formar formidables equipos humanos; la grandeza de la política, y todo lo que es capaz de aportar cuando se es capaz de mostrar la confianza en lo que se hace.
Hoy, tres décadas después, la pregunta es si estamos en condiciones de crear grandes proyectos que renueven una gran ciudad como es Barcelona, que impulsen la imagen internacional de España en el mundo y que cuenten con el empuje y la participación de la inmensa mayoría ciudadana. Es de temer que ante esa pregunta –en definitiva, ¿seríamos capaces de volverlo a hacer?-, la respuesta que todos tenemos sería que no. En efecto, cuando se contempla el declive de Barcelona, de la comunidad catalana, a través de iniciativas perdidas lamentablemente producto de la incuria, la respuesta no puede ser sino negativa.
La ampliación del aeropuerto de El Prat, con una inversión directa por parte del Estado de más de 1.700 millones de euros, doblando el número de pasajeros hasta el año 2031 y creando 45.000 puestos de trabajo directos y un total de 185.000 nuevos puestos de trabajo; o la desestimación de la implantación de una sede del Museo del Hermitage en Barcelona. Son ejemplos de una inquietante desatención por parte de las administraciones públicas, la Generalidad en el caso aeroportuario, el Ayuntamiento de Barcelona en el caso de la pinacoteca. Sencillamente, no se comprende que las administraciones dejen pasar por alto, por su falta de madurez, por un sectarismo imposible, semejantes oportunidades de crecimiento y desarrollo. En lo que toca a Barcelona, a la vista está su declive como gran ciudad que es, su falta de diseño de un proyecto urbanístico que se va haciendo imprescindible al cabo de treinta años del proyecto olímpico que rehízo la ciudad. La gloria del éxito tantas veces es seguida por el declive que es la antesala de la decadencia.
La constatación de un gobierno regional enfrentado, dividido, enfermo de sectarismo, empeñado en la política abrasiva de la confrontación con el Estado, hace imposible pensar en las grandes ambiciones que agrupan y unen
En Cataluña ese declive está bien a la vista, en pérdida de PIB, en fuga de empresas que se vienen trasladando fuera de esa comunidad a partir de la asonada sediciosa de 2017, en caída de inversión extranjera, en población nativa que se marcha a otros lugares de España, entre otras magnitudes. La constatación de un gobierno regional enfrentado, dividido, enfermo de sectarismo, empeñado en la política abrasiva de la confrontación con el Estado, hace imposible pensar en las grandes ambiciones que agrupan y unen. Al mismo tiempo, se trata del gobierno empeñado en expulsar el español de la enseñanza en Cataluña, que emite una directriz en esa dirección; que previamente había aprobado un decreto ley, apoyado por el PSC, en que el español quedaba excluido de la obligación de que un 25% de las clases fuera cursada en la lengua común y oficial del Estado.
Cuando se llega al punto de expulsar de la educación la lengua común que une a casi 600 millones de personas en todo el mundo, es algo más que un espantoso disparate lo que se está cometiendo. Es también una imposición directa del poder político de sus modales totalitarios sobre los derechos ciudadanos. El nacionalismo, que, una vez más, se convierte en enemigo de la convivencia pacífica de los ciudadanos, y pasa a ser el agente de su división y confrontación, que sólo busca políticas reactivas y genera identidades crispadas y enfadadas.
La incapacidad nacionalista para fomentar el buen gobierno hace inviable cualquier esfuerzo común que se pretenda proyectar
Un último ejemplo, el fracaso absoluto de la colaboración entre Cataluña y Aragón para promover unos Juegos de Invierno compartidos que tuvieran como sede ambas comunidades. Es claro que resulta imposible tratar de acercarse, en semejantes circunstancias, a lo que sí fue felizmente posible treinta años atrás. La incapacidad nacionalista para fomentar el buen gobierno hace inviable cualquier esfuerzo común que se pretenda proyectar. No, se hace impensable un esfuerzo común que agrupe a las instituciones y que convoque a la ciudadanía.
Este es un problema mayor que atravesamos en España, más allá de Cataluña. La incapacidad de una gestión política que una, que agrupe, que articule intereses diversos, y que deje de perseguir a la ciudadanía distinta a los especiales impulsos que dimanan de esas instituciones sectarias y mezquinas. Una gestión política capaz de convocar a los ciudadanos es lo que precisamos con urgencia. Exactamente, como sucedió en Barcelona treinta años atrás.
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