Me alertó la menor de mis hijas mientras rodeábamos la estatua en autobús. “En el dedo de Colón han puesto algo.” Como quiera que no acertábamos a identificar el objeto, tecleé en el iPhone ‘Barcelona’ + ‘Colón’ + ‘Activistas’. Y ahí estaba: “Dos escaladores, activistas de la organización Proactiva Open Arms, han colocado este miércoles un chaleco salvavidas gigante en la estatua de Cristóbal Colón en Barcelona, coincidiendo con la llegada al puerto del barco Open Arms con 60 migrantes a bordo”. (Migrantes, sí, como las golondrinas en invierno.) No era la primera vez que miembros de un movimiento social, ONG o similar se encaramaban al monumento para quebrar el skyline de la ciudad con un reclamo reivindicativo. En 1991, dos insumisos al servicio militar obligatorio se encerraron en la cúpula tras inutilizar el ascensor y desplegaron una pancarta, no recuerdo si alusiva a la mili, los objetores presos o la guerra del Golfo, por ahí andaría. Lo que distingue aquella acción de la del pasado 4 de julio es que la segunda fue el colofón a una campaña puesta en marcha por el Ayuntamiento de Barcelona, primer agitador de la ciudad. Ese mismo día, del balcón de su sede, en la plaza de San Jaime, colgaba, además del preceptivo lazo amarillo, una pancarta de bienvenida al barco Open Arms con la inscripción ‘Barcelona, puerto seguro’.
El consistorio es hoy un top manta ideológico, y si Manuel Valls aspira finalmente a la alcaldía, el primer punto de su programa debería ser el restablecimiento de la política
Desde que Ada Colau ejerce de alcaldesa, buena parte de las causas que defiende Barcelona en Comú han tenido eco en la fachada del edificio, relegando a lo exiguo el escudo que proyectara Molina i Casamajó, único emblema que debería distinguir a la Casa de la Ciudad. Así, además del lazo amarillo y el ‘safe passage’ (con la aberración que supone situar en idéntico plano a quienes huyen de la guerra y de la miseria y a quienes, como gobernantes de una próspera región de Occidente, se dieron al capricho de violentar la ley y azuzar a una mitad de la población contra la otra); aparte de tan antitéticas proclamas, en fin, hemos visto pancartas con los lemas ‘Llibertat presos polítics’, ‘Més democràcia’ (un modo como otro de insinuar que en España no la hay), el recurrente ‘Welcome Refugees’, una declaración de huelga por el 8-M, el arcoíris LGTBI y un estupefaciente ‘The planet first’, para que los turistas sepan cómo se las gasta la alcaldesa con Trump.
El consistorio es hoy un top manta ideológico, en cabal reflejo del top manta textil que se extiende por el casco antiguo a rebufo de la retórica de integración, sindicación, cooperativismo… En la certeza de que no hay mejor solución para un problema que declararlo irresoluble, Colau y su equipo no plantean otra medida que la invocación de las causas. Así, la proliferación de manteros, lejos de interpelar al Gobierno municipal, constituye una expresión del desequilibrio estructural entre el Norte y el Sur, un asunto, en fin, sobre el que poco o nada podemos hacer, salvo sensibilizar a la población. E idéntico tratamiento merecen el vandalismo ultraizquierdista o las algaradas nacionalistas. ¿Que la muchachada de Arran asalta un autobús turístico, como sucedió no hace mucho? Se trata de “una iniciativa simbólica, una de las tantas que se producen en la ciudad” [el vandalismo como iniciativa que se produce], y que hace necesario impulsar un debate sobre la gentrificación. ¿Que los CDR okupan la antigua cárcel Modelo? Lo que en verdad merece nuestra repulsa es que el Estado español pisotee los derechos y las libertades de los dirigentes independentistas. Entre los efectos más lesivos del trienio populista en Barcelona se halla la supeditación de cualquier posibilidad de progreso a un magma de razones inconsútiles que van de Chomsky a Montalbán, concejales áulicos. Si Manuel Valls aspira finalmente a la alcaldía, el primer punto de su programa ni siquiera ha de ser el restablecimiento del orden. Habrá que ir más allá: habrá que restablecer la política.
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