Durante los últimos años del franquismo y los primeros de la Transición hubo un fascismo estertóreo del que no era fácil discernir dónde acababa el brazo civil y empezaba el policial, pues muy a menudo Torrentes y Pedrines fueron uno y lo mismo. La confusión alcanzaba su más obsceno exponente en las manifestaciones (carentes, con arreglo a la época, del permiso de la autoridad), donde el desempeño coordinado de chaquetas grises y camisas azules brindó apaleamientos pavorosamente literales; goyescos, diríanse, si no fuera porque de los dos contendientes del lienzo sólo uno esgrimía un garrote.
Actualmente, sólo hay un lugar en el mundo civilizado donde el Gobierno esté tratando de poner en práctica una política represiva que ahonde en ese modelo. Me refiero, obviamente, a Cataluña, donde el presidente de la comunidad (y tómese el término en su más estricto sentido vecinal, ínfimo), después de reclamar a su turba de incondicionales que ‘apretase’, es decir, que incendiara las calles, reprende a la policía por no coordinarse debidamente con los incendiarios.
Lo que anhela Torra es que sean los mossos, por el procedimiento de hacer la vista gorda, quienes se subordinen a los Comités de Defensa de la Revolución
La única diferencia entre el caso español de los setenta (profusamente descrito en la excelente La muerte del héroe y otros sueños fascistas, del escritor Juan Carlos Castillón, entonces militante de la extrema derecha) y el caso catalán de nuestros días radica en quién lleva la batuta: mientras que aquellos fascistas del ocaso eran en verdad un apéndice (para)policial, lo que anhela Torra es que sean los mossos quienes se subordinen a los Comités de Defensa de la Revolución, sobre todo por el procedimiento de hacer la vista gorda frente al hostigamiento al adversario. Hecha esta salvedad, el objetivo no difiere en absoluto, de ahí que cada vez queden menos pretextos para no suspender la autonomía.
Con su habitual palabrería de secretario de Unicef, el Doctor Sánchez salió a la palestra para tranquilizar a los madrileños ante la llegada de las barras bravas de Boca y River. Esperando a los bárbaros, en efecto, como en el poema de Kavafis, y así seguir encubriendo a los nuestros, a los españolísimos bárbaros de Vic, Tarrasa, Gerona, Barcelona…, que son, después de todo, los que consienten su ingrávida, vacua apostura.
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