Siempre he sentido una profunda desconfianza ante toda institución que dependa de la buena voluntad de los políticos. Nuestros dirigentes, al igual que sus compañeros de profesión en cualquier otro país del mundo, suelen ser gente con buena voluntad, ganas de cambiar las cosas y trabajar por el futuro del país. Al mismo tiempo, también suelen ser víctimas de una peculiar miopía sobre cuál es este “bien”.
El bochornoso sainete de esta semana en la cúpula directiva de Televisión Española es un buen ejemplo de esta clase de situaciones. Todos los partidos, sin excepción, están de acuerdo y defienden con vehemencia un modelo de televisión pública imparcial, independiente, y libre de interferencias partidistas. Todos los partidos, sin excepción, cuando llegan al poder implementan reformas ambiciosas para cumplir esta promesa. Todos acaban, tarde o temprano, por hacer exactamente lo contrario.
La inmensa mayoría creemos que nuestras opiniones son correctas, y que cualquier analista imparcial, estudiando los datos, llegaría a la misma conclusión que nosotros. Así que los políticos, cuando buscan gente neutral e independiente, suelen llegar a la conclusión de que el nombramiento más lógico es alguien que les dé la razón. Eso provoca el tradicional ciclo de reformas en los medios de comunicación pública, y en casi cualquier institución que queremos que sea independiente. Primero, las buenas palabras. Segundo, nombramientos con buena voluntad y palmaditas a la espalda. Tercero, indignación cuando ese nombramiento imparcial hace algo que no nos gusta. Cuarto, recuperar la independencia de la organización nombrando a alguien de nuestra cuerda.
Por mucho que los partidos y gobernantes estén a favor de la imparcialidad y buenas prácticas periodísticas en abstracto, su definición de imparcialidad tenderá siempre a ser un tanto peculiar
Con un buen diseño institucional, estas situaciones pueden ser evitadas o minimizadas. Los nombramientos pueden ser con mandatos más largos que el de los políticos que los designan, por ejemplo. La lista de candidatos puede limitarse con criterios más o menos objetivos. Las designaciones pueden exigir supermayorías o incluso sorteos. Lo que sucede, inevitablemente, es que los políticos que diseñan estas reglas para garantizar la independencia también pueden alterar las normas en su favor. Y dado que todos ellos están muy convencidos de que tienen la razón, su primer instinto será volver a las andadas.
Esta tendencia tan comprensible como universal de los políticos hace que tenga muchas, muchas, muchas dudas sobre la conveniencia o sabiduría de tener medios de comunicación públicos. Por mucho que los partidos y gobernantes estén a favor de la imparcialidad y buenas prácticas periodísticas en abstracto, su definición de imparcialidad tenderá siempre a ser un tanto peculiar. Siempre tendrán la tentación, casi inevitable, de meter sus hocicos en la televisión pública, convirtiéndola en un chiringuito semi-partidista en el proceso.
Mis dudas se extienden también a los casos en que un buen diseño institucional consigue crear un medio público relativamente imparcial e independiente. La imparcialidad es un concepto un tanto etéreo y relativo, que suele acabar siendo más parecido a la equidistancia. Los medios que operan bajo estos parámetros muchas veces se limitan a poner un micrófono delante a los líderes de cada partido, dejar que digan la suya, y dejarlo estar. Cuando intentan ir más allá, son acusados inevitablemente de partidismo y acaban o bien perdiendo su independencia, o bien revirtiendo a la versión más inane del periodismo como taquigrafía.
Más allá del aspecto periodístico del asunto, el factor más importante es que todo esto es algo que puede hacer el sector privado sin problema alguno, y nada parece indicar que una empresa pública aporte mucho más aparte del ocasional documental para gafapastas. Hay decenas de medios de comunicación de todos los colores haciendo periodismo, muchos de ellos haciendo un trabajo excelente. El mercado tiene una oferta enorme de reporteros y analistas haciendo desde el más imparcial de los estudios a diatribas partidistas la mar de excitantes. Destinar una montaña de dinero público a añadir más voces en esta cacofonía siempre me ha parecido un tanto absurdo.
No creo que los políticos sean lo suficientemente de fiar como para darles el control de un medio, y en las contadas ocasiones que consiguen montar uno decente, muy raramente construyen uno que aporte algo que no tengamos ya
Hay ciertos espacios y medios donde un medio público puede tener sentido, por supuesto, pero son relativamente limitados. Medios puramente culturales, si somos de opinión de que proteger y promocionar cosas como la música clásica tienen sentido. Medios específicos para grupos culturales o idiomas minoritarios, porque un medio convencional quizás no tenga la escala suficiente para sobrevivir. Si eres la clase de país que te gusta subvertir regímenes opresivos o desestabilizar democracias occidentales decadentes, un medio público más o menos camuflado destinado a esparcir propaganda es una inversión lógica.
¿El resto? No creo que los políticos sean lo suficientemente de fiar como para darles el control de un medio, y en las contadas ocasiones que consiguen montar uno decente, muy raramente construyen uno que aporte algo que no tengamos ya.
Es hora de cerrar las televisiones públicas. Todas.
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