Es demasiado pronto para el hastío. Suman tres de los quince días que pasaremos encerrados, pero ya comienzo a experimentar episodios de tedio y disgusto. No porque no pueda salir a la calle, sino por la contradicción que me genera sentirme a gusto lejos de ella. Quizá atravieso una fase del aislamiento que cortocircuita al contacto con los demás.
No hay balcón de esta ciudad al que no se asome una anciana, un niño, un hombre en chándal, un padre, una madre, un viudo, un autónomo, un parado. Algunos incluso descubrimos después de meses el rostro de nuestros vecinos y hasta nos resulta curioso que elija la misma hora que tú para pasar revista a los árboles de la calle. "Eres tonto del culo saliendo", escucho mientras tecleo estas líneas. La frustración también suena a eso.
La gente se junta como una pulsión muy antigua. Las historias nacieron de la oralidad y la reunión. De la necesidad de contarse cosas. En vista de que han cerrado los bares y que el hacinamiento de soledades tiene que encontrar lugares nuevos, nos asomamos a la ventana a aplaudir, cantar o recibir algo de viento en el rostro. Lo hacemos para empujar la rueda estática de la desesperación que ya traíamos de antes y que se amplifica ahora recluidos entre cuatro paredes.
Antes, ocupados en el fútbol, imbuidos en los agobios, anestesiados por los gimnasios o los escaparates, no éramos capaces de percibir cuánta basura nuestra y de otros se acumula con el paso de los días. Una montaña que va creciendo y colonizando nuestros espacios comunes y que suele pasar inadvertida porque alguien más la aparta, la esconde.
Las palabras desenchufadas de sentido común ocupan más espacio de lo normal. Se agigantan y se hinchan. Es como tener un contenedor en el salón de casa
Ahora, enclaustrados en casa, nuestra capacidad para producir basura aumenta, y me refiero a desechos de todo tipo. Basta asomarse a las calles y las redes para comprobarlo. Montañas de ideas caducadas, sermones mastodónticos y lecciones de vida empujadas por la vanidad y los prejuicios, desde las alucinaciones enfebrecidas del señor Ortega Smith hasta el pelotón de fusilamiento de quienes afean el miedo del otro.
Trabajo con las palabras. Las elijo con cuidado, las afino y las embellezco. Vivo de ellas y con ellas. Por eso, cuanto más desaliñadas y vacías, más indeseables las encuentro. Las palabras desenchufadas de sentido común ocupan más espacio de lo normal. Se agigantan y se hinchan. Es como tener un contenedor en el salón de casa.
Los puntos de vista son una cosa y las turbas otra. Las patrullas beatas, los escuadrones de la empatía, las fuerzas especiales del linchamiento, la censura y la desafección adquieren las formas más variadas en estos días. Asomada a la ventana, me pregunto qué sentiría si cada noche, en lugar de aplaudir, mis vecinos arrojaran bolsas repletas de desechos desde sus balcones. Que sólo fueran capaces de ofrecer eso al mundo.
Mañana será otro día; de momento, tengo que ir a tirar los plásticos al contenedor amarillo.
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