Hasta hace poco más de una semana lo del PIN parental no había salido más que en la prensa regional murciana, y no ayer precisamente, sino hace varios meses. Se mereció algún breve en los diarios nacionales y poco más porque micro polémicas autonómicas hay muchas y no hay ni tiempo ni espacio para dedicarse a todas. Nada invitaba a pensar que a mediados de enero fuese a convertirse en el epicentro de un debate tan acalorado que ha copado portadas, informativos y tertulias radiofónicas durante días. Que fuese algo tan repentino y, a la vez, tan antiguo, indicaba desde el primer momento que se trataba de simple pirotecnia mediática auspiciada desde Moncloa para polarizar el ambiente y distraer la atención.
Pero, a pesar de ello se ha convertido en el tema estrella de las dos últimas semanas hasta tal punto que todo el mundo quiere tener una opinión sobre él y, ya que está, predicarla a los cuatro vientos. Si bajamos a los hechos desnudos no es para tanto. El PIN parental es tan sólo una autorización que dan los padres para que sus hijos acudan a ciertas charlas que se imparten en los colegios, las referidas a feminismo o identidad de género. El centro tiene la obligación de informar a los padres previamente y obtener su visto bueno, de lo contrario el alumno no asistirá a esa charla.
Algo parecido a lo que sucedía en mi infancia con la clase de religión. El colegio preguntaba a principio de curso a los padres si querían que el niño cursase la asignatura de religión o su sustituto, que denominaron ética y que, en honor a la verdad, era tan maría como la religión o incluso un poco más. Años más tarde, eso a mi ya no me pilló en la escuela, se inventaron aquello de la educación para la ciudadanía que tanto dio que hablar y que desapareció con Mariano Rajoy y la aprobación de la LOMCE en 2013
Pero tampoco era algo nuevo. Esto de meter ideología en las aulas ha sido siempre la norma y no la excepción. Durante siglos la Iglesia quiso tener el control de la enseñanza por razones fáciles de entender. Ignacio de Loyola lo condensó en una frase muy célebre: "dame al niño hasta que cumpla siete años y te mostraré al hombre". Este es el motivo por el que una de las prioridades de los liberales en el siglo XIX era arrancar de manos de la Iglesia el sistema educativo. Los liberales decimonónicos aseguraban que la Iglesia utilizaba este privilegio para adoctrinar a los alumnos desde su más tierna infancia hasta la adolescencia.
En España la Iglesia controló la educación hasta 1931. La Ley Moyano de 1857 les otorgó un cheque en blanco, tenían la potestad de enseñar y la capacidad de inspección de los contenidos. Durante la República perdió esa prerrogativa y la recuperó después con el régimen de Franco gracias al concordato de 1953 en el que el dictador devolvió con creces a los obispos el favor que le habían hecho durante la guerra.
La Transición y el acuerdo con la Santa Sede del 79 puso fin a aquello. Sin vulnerar el derecho a la educación religiosa, el nuevo sistema de instrucción pública sería independiente y enfocado más en la formación que en la educación. Formarse y educarse no es lo mismo. Formarse es, por ejemplo, aprender a hacer ecuaciones de segundo grado o que el río Amazonas nace en la cordillera de los Andes en un país llamado Perú cuya capital es Lima, una ciudad fundada por Francisco Pizarro en 1535. Educarse es aprender a conducirnos por la vida. Esto lo confiesa la etimología del propio verbo educar, viene del latín "ducere" que significa eso mismo: conducir o guiar.
La formación puede impartirse en una escuela o con un profesor particular, es una simple transmisión de saberes. Se puede uno formar también en casa si los padres dominan ciertas disciplinas. La educación es otra cosa. Hay gente sin formación alguna pero muy bien educada y viceversa, tipos con dos carreras universitarias pero que luego son unos maleducados en el sentido más amplio de la palabra. La educación implica la transferencia de valores morales. Esa básicamente la obtenemos en casa pero no solo. Importa con quien nos juntemos. Las amistades infantiles y juveniles hacen mucho por la educación de cualquier persona, bastante más, de hecho, que los profesores. Por eso cualquier madre insiste a su hijo en que no se junte con todos los golfillos del barrio porque de ahí no podrá salir nada bueno.
¿Qué pinta el colegio?
¿Qué pinta el colegio en todo esto? Pues no mucho por más que los curas de nuestra época, que son los militantes de partidos y asociaciones de izquierda, se empeñen. Creen que con una charla cada dos meses en la que tratan de adoctrinar a niños de doce años sobre este o aquel tema conseguirán su objetivo. Y no, no es así. La Iglesia tuvo el control absoluto durante siglo y medio desde que se instituyó el sistema de instrucción pública y de ahí no salían más que agnósticos, ateos y cristianos templados a quienes las prédicas de los clérigos fundamentalistas les entraban por un oído y les salían por otro.
De modo que, vistos los precedentes, dudo muy mucho de la efectividad de esas charlas sobre identidad de género o feminismo que con tanto ardor defienden desde el Gobierno. Pero el tema ahora mismo no es ese, sino si a los padres les asiste o no el derecho a impedir que sus hijos asistan a esas charlas. En justicia si, de la misma manera que les asiste el derecho a decidir si sus hijos cursan o no la asignatura de religión. Podría argüirse que son casos diferentes, pero no, la clase de religión es esencialmente una clase de valores morales, de ética católica. Los profesores de religión no suelen impartir historia de la Iglesia o las conclusiones del concilio de Trento, sino aspectos éticos como los diez mandamientos o el valor de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural.
Tal y como está concebido el sistema educativo en España las cuestiones morales jamás deberían franquear la puerta de las clases de ética y religión. Podría, eso sí, mejorarse este sistema e ir hacia otro en el que los padres puedan elegir no sólo si su hijo recibe esta o aquella asignatura o asiste a una charla, sino también muchas más cosas, como por ejemplo la orientación y la especialización del colegio. Esto no compromete la universalidad ni la gratuidad del sistema, pero si garantizaría la libertad de elección y premiaría al que mejor lo hace, es decir, al que mejor forma, que es a fin de cuentas de lo que se trata porque el grueso de la educación lo recibimos en casa.
Habría colegios religiosos, laicos, especializados en ciencias, en artes, en deportes, en idiomas y un largo etcétera. Todos compartirían un plan de estudios básico y no se podría impartir materias que fuesen contra la Ley, es decir, que no se podría predicar odio ni nada por el estilo. La polémica quedaría zanjada en el acto, pero, al igual que los curas de antaño se resistieron a perder sus privilegios educativos, los de hogaño tampoco parecen por la labor.
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