Opinión

El caso Lineker

¿Cuándo desapareció la solidaridad profesional en el periodismo? Mejor sería preguntar cuándo empezó

No entiendo una palabra de fútbol. Me quedé en la infancia con Di Stefano, Gento, Puskas y una delantera brasileña de la que aún recuerdo tres nombres: Garrincha, Pelé y Zagalo. Las religiones de sustitución como las deportivas me parecen una melancolía de adolescentes y los textos de Manolo Vázquez Montalbán o de Eduardo Galeano son infumables con aquellas boberías sobre el ejército desarmado de Cataluña, que no es otra cosa que una organización a medio camino entre los Testigos de Jehová y la camorra napolitana. No digamos ya la lucha antiimperialista a golpes de balón y en calzón corto.

En otras palabras, que la elocuente historia del exfutbolista Gary Lineker tiene interés porque en ella se dan cita la BBC, un referente en el mundo de la información, el Gobierno británico de los conservadores y una sociedad orgullosa de sus tradiciones liberales en el periodismo. Aquí no estamos dilucidando sobre las cotufas en el golfo que algunos consideran más que un club de delincuentes veteranos, si no de la posibilidad de que un gobierno tan conservador como el de Rishi Sunak ponga en la calle a un comentarista deportivo, porque está en contra del Brexit y considera la política anti emigración de los torys “una medida inmensamente cruel dirigida a la gente más vulnerable, en un lenguaje parecido al que empleaba Alemania en los años 30”. Como es fácil de comprobar sólo leyéndolo nadie comparó a Sunak con Hitler, pero cuando alguien quiere transformar a un adversario en enemigo lo más habitual es que se le vaya la mano en la interpretación. En España somos expertos en la materia.

Nuestro afán por convertir lo que es un debate social y político en una derivada deportiva muestra la querencia por atenuar el efecto

Nuestro afán por convertir lo que es un debate social y político en una derivada deportiva muestra la querencia por atenuar el efecto. No se trata de fútbol, se trata de libertad de opinión en los medios públicos, por tanto saquémoslo de la sección “Deportes” y pongámoslo en “Sociedad”, que es su sitio. Las palabras de Lineker no tienen nada de irresponsables, provocadoras o irrespetuosas. Son las de un ciudadano sabedor de que se espera de él no sólo comentar las jugadas de los futbolistas sino en ocasiones trascendentales introducir su peso mediático ante una deriva que considera inquietante. De haber apoyado a los tories con el Brexit y la política migratoria, con seguridad no causaría alarma social. Va en el sueldo, diríamos en España.

Lo llamativo viene luego y es nada menos que el rechazo social a una cacicada política, que no otra cosa es un cese fulminante, y lo increíble: la solidaridad de sus colegas, ya fueran amigos o adversarios. Por eso debería ser incluido bajo el marbete de “Sociedad”. Sería un ejemplo, casi una lección, de dos particularidades de las que estamos exentos desde hace muchos años. De los despidos profesionales por razones de conveniencia política sabemos mucho. Alfonso Guerra, siguiendo la senda del emérito Felipe González y de tantos otros, nos ofrecen su mejor rostro lleno de empatía y comprensión, de tal modo que han pasado de su papel de jarrones chinos para exhibición, a genuinos profetas de la liberalidad y el buen rollo. Cada vez que leo un artículo de Juan Luis Cebrián, quien fuera procónsul de la Transición y director desvergonzado de El País, me entra la duda de si se trata de un homónimo o de la personificación de un filme de resucitados recién salidos del paraíso.

Seguro que tanto Guerra como González defenderían el derecho de Lineker en la BBC pero no tendrían rubor al recordar que ellos pusieron a José María Calviño, un avieso y servil cucañero, en la dirección de RTVE para evitar cualquier veleidad crítica y con tanto éxito que hasta su hija ha llegado a vicepresidenta; por méritos propios of course. Y lo mismo cabe decir de sus continuadores en el gobierno y en la jefatura de la Televisión Pública. Por menos que a Lineker liquidaron a Balbín. Los finos laínas arguyen que el estatuto de la BBC la hace depender de los televidentes. Inexacto, el impuesto no alcanza a los gastos y quien nombra al Presidente de la gran cadena británica es el poder. Por esa razón de fuerza mayor quien la rige ahora es Richard Sharp, financiero de sí mismo, de los conservadores y del primer ministro.

¿Cuándo desapareció la solidaridad profesional en el periodismo? Mejor sería preguntar cuándo empezó

¿Cuándo desapareció la solidaridad profesional en el periodismo? Mejor sería preguntar cuándo empezó. Durante los últimos años del franquismo se ejercía un cierto compañerismo basado en su condición de plumillas al pairo del viento que soplara, casi siempre molesto y desagradable. La transición fue un momento difícil, de tránsitos diversos y de cambios de caso y género que achicarían las pretensiones de los “trans” actuales. Hubo transformistas de excepción que aún gozan de buena salud en la memoria de sus emuladores. Todo transcurrió sin acritud y sin negar el pan (con jamón) a sus hijos y parientes.

Dos momentos excepcionales en la memoria de la cofradía periodística que salía de la dictadura llevan los nombres de Xavier Vinader y de Martínez Soler. El primero porque se metió en un lío con una fuente letrada, por mal nombre Matanzas, que lo llevó a prisión en una trampa para incautos, obra de ETA. El otro de muy distinto signo tenía el aval del Estado y derivó en la tortura y secuestro del director entonces de Doblón, José Antonio Martínez Soler. Conviene leer sus memorias recién editadas La prensa libre no fue un regalo. Ahí están, si no las señas de identidad del periodismo de la transición, al menos sus huellas digitales que, como en los delitos, son la única prueba de que soñamos con tiempos mejores en los que se apelaba al futuro. 

Los tiempos no pasan en balde y a veces ocurre, como en España, que no avanzamos en la exhibición de opiniones libres en medios abiertos; no digamos en los subvencionados

Luego resultó que el futuro, como suele suceder, no era el que se esperaba y el mundo de la información y el periodismo se fue enranciando hasta acabar oliendo de esa peculiar manera que desprende ahora. Recuerdo que cuando me despidieron de La Vanguardia después de 30 años de escribir una columna semanal, los primeros que se felicitaron fue el Comité de Redactores que llevaba un par de años pidiendo que mis artículos sufrieran una censura previa independentista. El cese lo firmó el director Marius Carol, el mismo que había encabezado las manifestaciones de 1977 por la libertad de prensa; hay una foto que lo delata. Los tiempos no pasan en balde y a veces ocurre, como en España, que no avanzamos en la exhibición de opiniones libres en medios abiertos; no digamos en los subvencionados. La precariedad también afecta al derecho a disentir. 

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