Opinión

Benedicto XVI, el Papa que se marchó

Día 11 de febrero de 2013, a media mañana. Sonaba la vocecita de Benedicto XVI: “Plena libertate declaro me ministerio Episcopi Romae, Successoris Sancti Petri, mihi per manus Cardinalium die 19 aprilis MMV commissum renuntiare”. Eso

Día 11 de febrero de 2013, a media mañana. Sonaba la vocecita de Benedicto XVI: “Plena libertate declaro me ministerio Episcopi Romae, Successoris Sancti Petri, mihi per manus Cardinalium die 19 aprilis MMV commissum renuntiare”. Eso dijo, tranquila, casi maquinalmente. Pero casi nadie le entendió y los pocos que allí comprendieron lo que acababa de decir pensaron que habían oído mal.

En la impresionante Sala del Consistorio (tercera logia del Palacio Apostólico del Vaticano), rodeados por los tapices de Penni y bajo el aparatoso escudo de armas de Clemente VIII Aldobrandini, que destacaba en el techo, había medio centenar de cardenales, más o menos la cuarta parte del total, todos sentados en una fila con forma de U, vestidos de rojo y con la birreta en la cabeza. Cada uno de ellos tenía en la mano el texto que estaba leyendo el Papa; pero es que Ratzinger, aquel intelectual tan puntilloso y apegado a las tradiciones, se había empeñado en hablar en latín. Y encima con su fuerte acento bávaro, que no perdió nunca. Y la inmensa mayoría de los cardenales tenía el latín muy oxidado, tanto hablado como escrito. Nadie hizo el menor gesto de sorpresa mientras Benedicto XVI leía. No sería para tanto: estaban allí para decidir la canonización de dos beatas latinoamericanas, fundadoras de congregaciones religiosas, y de los mártires de Otranto, asesinados en el siglo XV. No era una minucia pero tampoco algo trascendental. Junto al Papa, el maestro de ceremonias del Vaticano, monseñor Guido Marini, ponía su habitual cara de esfinge. Así que no podía estar pasando nada.

Pero una ya veterana periodista italiana, Giovanna Chirri, de la agencia Ansa, se puso pálida y empezaron a temblarle las piernas. Lo estaba viendo en directo. “Que se va”, murmuró, atónita, “que dice que se va. Que el Papa dimite”. Y tú cómo lo sabes, le preguntaron. Lo sabía porque de algo tenía que servirle el latín (y el griego) que aprendió en el liceo Visconti de Roma. Fue la primera que se dio cuenta: Benedicto XVI acababa de renunciar al papado. En pocos minutos, la noticia se convirtió en una deflagración cuya onda expansiva alcanzó todo el planeta.

En la Sala del Consistorio, todavía con el Papa allí sentado, revestido con la muceta roja y la aparatosa estola de las grandes ocasiones, ya había reacciones. Alguno de los presentes sí entendía el latín (el cardenal Sodano, por ejemplo) e hizo correr la noticia de boca a oreja. Uno tras otro, los cardenales estiraron el cuello y pusieron cara de no podérselo creer. El poderoso Sodano, antiguo secretario de Estado y decano del colegio cardenalicio, pidió la palabra y lo dijo delante de todos: “Esto ha sido como un trueno en un cielo sereno”. No lo sabía nadie. El jefe de Prensa de la Santa Sede, el astuto Federico Lombardi, tampoco: no tenía idea de qué decir a la multitud de periodistas que, casi desde que Giovanna Chirri dijo lo que estaba pasando, se lanzaron sobre él a hacerle la pregunta definitiva: ¿Por qué?

El poderoso Sodano, antiguo secretario de Estado y decano del colegio cardenalicio, pidió la palabra y lo dijo delante de todos: “Esto ha sido como un trueno en un cielo sereno”. No lo sabía nadie.

El papa alemán fue el sexto pontífice en renunciar a la silla de Pedro en dos mil años. Pero el primero que lo hacía en seis siglos, desde Gregorio XII (1415). Y probablemente el único que abdicó sin que le pasase nada después. Pero la pregunta sigue en pie hasta hoy: ¿Por qué se fue? ¿Era verdad que sus achaques y sus 85 años le habían dejado sin fuerzas, como él mismo dijo? ¿O había mar de fondo? ¿Cómo saberlo?

* * *

Joseph Aloysius Ratzinger nació en Marktl el 16 de abril de 1927. Es un pueblo de la Alta Baviera, casi en la frontera con Austria, que hoy no llega a los 3.000 habitantes; su nombre significa “mercadito” y por él pasa el río Inn. Es curioso que al otro lado del río, apenas a quince kilómetros, está Braunau, la aldea donde nació Adolf Hitler.

Mala época para nacer, sobre todo en Baviera. Alemania, languidecía tras su derrota en la primera guerra mundial, nueve años antes. La República de Weimar, presidida por el anciano mariscal Hindenburg, estaba obligada a pagar las tremendas compensaciones económicas impuestas en el Tratado de Versalles, lo cual ahogaba la economía. El paro era altísimo y lo sería aún más tras la llegada de la Gran Depresión de 1929, cuando Ratzinger tenía dos años. La inflación había enloquecido: poco antes de que el futuro papa llegase al mundo, una jarra de cerveza costaba en Alemania 4.000 millones de marcos. Los intentos de golpe de Estado se sucedían, tanto por la derecha como por la izquierda. Pero Baviera era el fortín de la extrema derecha: los nazis habían intentado derribar al régimen con el intento de golpe (putsch) de Munich, capital bávara, dos años y medio antes de que Ratzinger naciese; aquello fracasó, pero Hitler ya había salido de la cárcel, su partido se multiplicaba y los matones de la SA nazis campaban a sus anchas por las calles.

El niño era el tercero de los hijos de una familia de clase media. Su padre, Joseph, era oficial de policía; su madre, Maria Rieger, se ocupaba de la casa y de los críos. El pequeño Joseph salió guapo, despierto y muy inteligente. Le gustaba mucho leer. La familia, seguramente por el trabajo del padre, cambió varias veces de lugar, pero siempre vivieron en pueblos próximos entre sí (y siempre en Baviera) hasta que se establecieron en la deliciosa casa de Hufschlag, en Traunstein, que para Ratzinger fue siempre el hogar de su familia.

Es cierto que fueron muchos los católicos alemanes que colaboraron de buena gana con el régimen nazi. Pero Ratzinger contó lo que vio. Atribuirle simpatías nazis es un completo disparate. O una calumnia.

En 1932, Joseph Ratzinger era uno de los chiquillos –tenía cinco años– que recibieron con flores al imponente cardenal arzobispo de Munich, Michael Faulhaber, que visitaba el pueblo. El niño quedó impresionadísimo por la aparatosa vestimenta roja del clérigo –mano derecha del cardenal Pacelli, futuro Pío XII, en las peligrosas negociaciones con los nazis– y de inmediato dijo que, de mayor, él también quería ser cardenal para llevar un traje como aquel. Cosas de niños. Pero qué puntería.

Es cierto que el adolescente Joseph Ratzinger perteneció a las Juventudes Hitlerianas. Sobre esto se han dicho incontables e incansables tonterías. Joseph y su hermano mayor, Georg, habían ingresado al mismo tiempo en el seminario menor de San Miguel, en Traunstein, el pueblo en el que vivían. Allí estudiaban unos 170 chicos y el ambiente, ya con Hitler en el poder, se iba haciendo cada día más irrespirable. Tanto los chicos como el seminario mismo sufrieron un descarado acoso por los nazis, pero es un hecho probado que, hasta 1939, ni uno solo de los estudiantes se había inscrito en las “Hitlerjugend”. Eso terminó en marzo de aquel año, cuando el régimen decidió que la pertenencia a la organización juvenil del régimen sería obligatoria para todos los críos a partir de los 14 años. Joseph Ratzinger los cumplió al mes siguiente, el 16 de abril, y fue inmediatamente inscrito.

Los nazis de verdad, incluidos los muchachos, despreciaban a aquellos “nazis forzosos”, desconfiaban de ellos y los humillaban. Ratzinger lo pasó mal, sobre todo cuando los reveses de la guerra obligaron al régimen a reclutar a chicos jóvenes para cubrir los puestos que dejaban los muertos en combate. El joven Joseph (agosto de 1943: ya tenía 17 años) fue encargado de manejar una batería antiaérea. Más tarde lo llevaron a Hungría para construir defensas antitanque. Le propusieron entrar en las SS: dijo que no, que él quería ser cura, lo cual hizo que cayeran sobre él las burlas, el desprecio y los insultos de muchos compañeros.

Hasta que, en abril de 1945, unos soldados aliados que patrullaban cerca de Ulm (a orillas del Danubio) capturaron en el campo a un muchacho con uniforme de la Wehrmacht que parecía huir o esconderse. Era Ratzinger, que había desertado. Fue el final de la pesadilla. Cuando Benedicto XVI visitó el campo de exterminio de Auschwitz (Polonia), en mayo de 2006, dijo que “una banda de criminales” había usado y abusado del pueblo alemán. Es cierto que fueron muchos los católicos alemanes que colaboraron de buena gana con el régimen nazi. Pero Ratzinger contó lo que vio. Atribuirle simpatías nazis es un completo disparate. O una calumnia.

Ahí empezaron las contradicciones de Ratzinger como pensador católico. Era un hombre que se interesaba profundamente por Heidegger y por Jaspers, los grandes existencialistas. Leía a Dostoievski. Criticaba el celibato obligatorio. Le hicieron profesor en Bonn y luego en Münster, y destacó por la audacia de sus propuestas

A partir del final de la guerra despegó su carrera, tanto eclesiástica como, sobre todo, intelectual. Mientras su hermano Georg, algo mayor que él, se dedicaba a la música, él estudió Teología y Filosofía en Freisig, cerca de Munich. Se ordenó sacerdote (junto con su hermano Georg) en 1950, en la catedral de Freisig, y no deja de ser curioso que el obispo que le consagró fuese precisamente el cardenal Michael Faulhaber, el mismo que tanto había impresionado al niño Joseph que le llevaba flores cuando fue a visitar el pueblo. Se doctoró en Teología en 1953 aunque su tesis sobre San Buenaventura fue rechazada… ¡por modernista!

Ahí empezaron las contradicciones de Ratzinger como pensador católico. Era un hombre que se interesaba profundamente por Heidegger y por Jaspers, los grandes existencialistas. Leía a Dostoievski. Criticaba el celibato obligatorio. Le hicieron profesor en Bonn y luego en Münster, y destacó por la audacia de sus propuestas. Formaba parte de aquel grupo de prestigiosos clérigos y teólogos alemanes que reclamaban una “puesta al día” de la Iglesia, grupo que se ha ido renovando hasta hoy mismo. Su prestigio como teólogo aumentaba rápidamente y, cuando el papa Juan XXIII convocó el concilio Vaticano II (1962), el cardenal de colonia, Josef Frings, le reclamó para que fuese a Roma con él como asesor, experto y colaborador. En las largas sesiones del concilio, aquel cura elegante, rubio y decidido llamó la atención de un italiano que acababa de ser creado cardenal: Giovanni Battista Montini. Los dos se alineaban, sobre todo el alemán, con las tesis reformistas. Pero también despertó el interés de un joven obispo polaco que de reformista no tenía nada: Karol Jozef Wojtyla, el de Cracovia.

Después del concilio dio clase en Tubinga, donde se hizo muy amigo de un teólogo que parecía destinado a ser su némesis durante toda la vida: Hans Küng, tan avanzado como él pero mucho más radical, sobre todo con el paso del tiempo. Ratzinger se quejaba por entonces de la excesiva centralización de la Iglesia, aunque le alarmaban las veleidades marxistas de algunos de sus compañeros. Fundó Communio, un grupo de revistas enormemente influyente en el pensamiento teológico de aquellos años, y lo hizo con dos pesos pesados del “ala reformista”: el jesuita suizo Hans Urs von Balthasar y el francés Henri de Lubac, también jesuita, que tanto peso tuvo en el concilio. En sus clases hablaba apasionadamente de otros grandes progresistas, como Yves Congar o Dietrich Bonhoeffer. O el gran cardenal Suenens.

Fundó Communio, un grupo de revistas enormemente influyente en el pensamiento teológico de aquellos años, y lo hizo con dos pesos pesados del “ala reformista”: el jesuita suizo Hans Urs von Balthasar y el francés Henri de Lubac, también jesuita

Esto quiere decir que en la curia romana, donde pululaban ultraconservadores tradicionalistas como Ottaviani, Siri, Antoniutti y otros parecidos, no lo podían ni ver. Era un alemán peligroso.

Ratzinger fue consagrado obispo, nombrado arzobispo (de Munich y Freisig) y creado cardenal en el plazo de un mes: entre mayo y junio de 1977. Tenía nada más que 51 años. El italiano Montini, ahora ya Pablo VI, apostaba muy fuerte por él, a pesar de las críticas del alemán hacia su más controvertida encíclica, Humanae Vitae, en la que se negaba a los católicos el uso de la píldora anticonceptiva y eso a Ratzinger no le gustó. Pero eran dos profundos intelectuales. Podían entenderse. Pablo VI siempre quiso tener cerca, juntos y al mismo tiempo, a representantes de las dos alas de la iglesia, la progresista y la conservadora, como Suenens y Tisserant. Ratzinger figuraba en la lista de los progresistas.

Pero algo cambió. Tras la muerte de Montini en 1978, y tras el brevísimo pontificado de Luciani (Juan Pablo I), los cardenales dieron un volantazo a la Iglesia y eligieron papa al joven polaco Wojtyla, anticomunista visceral y conservador a machamartillo. Wojtyla no tardó demasiado (apenas dos años) en sacar de Munich al “peligroso” Ratzinger y llevárselo a Roma, donde lo nombró nada menos que Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Ese título, aparentemente inofensivo y difícil de entender para el gran público, no es otro que el que siempre se llamó Gran Inquisidor. Wojtyla había puesto a Ratzinger al frente de lo que durante siglos se conoció como la Santa Inquisición.

De hecho, pareció haber un trato fácil de entender: Wojtyla se dedicaría a los viajes, a las grandes concentraciones humanas en todo el mundo, a la popularización de la Iglesia, mientras que el gobierno de la curia romana (hasta donde es posible gobernar la curia romana) recaería en Ratzinger.

Wojtyla no tardó demasiado en sacar de Munich al “peligroso” Ratzinger y llevárselo a Roma, donde lo nombró nada menos que Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Ese título, aparentemente inofensivo y difícil de entender para el gran público, no es otro que el que siempre se llamó Gran Inquisidor.

A partir de ese momento se acabó el modernismo. Ratzinger asumió su nuevo papel con la energía de siempre, pero en sentido contrario. Adiós a la contemporización con los anticonceptivos. Cuidado con el diálogo interreligioso. Nada de reconocer uniones de ninguna clase entre personas homosexuales. Se acabaron las tonterías con el celibato “opcional”, los curas casados y el papel de las mujeres en la Iglesia. Mano dura con la Teología de la Liberación, que antes le era simpática. Y, esto sobre todo, el cardenal alemán se dedicó a meter en cintura a los teólogos “progresistas”, sobre todo a su amigo de tantos años, Hans Küng, a quien le prohibió enseñar y condenó sus libros. Pero lo mismo, o cosas parecidas, hizo con Leonardo Boff, Gustavo Gutiérrez y muchos más. Ratzinger estaba irreconocible.

El papado de Juan Pablo II produjo dos documentos trascendentales: el nuevo Catecismo de la Iglesia católica, que prácticamente redactó el alemán (gran teólogo, al fin) y sobre todo el nuevo Código de Derecho Canónico, promulgado en 1983 y que reemplazaba al viejo Codex publicado por Benedicto XV en 1917. Hay una anécdota curiosa con esto. En el código de 1917, el canon 2335 condenaba explícitamente, con su nombre, a la Masonería. Ese canon fue cambiado en el de 1983: ya no aparecía el nombre de la Masonería sino que la Iglesia condenaba, latae sententiae, a quienes “maquinasen contra la Iglesia”, en general y sin dar nombres. Parecía un primer paso hacia una reconciliación que llevaba esperando tres siglos.

En absoluto. El Código se promulgó en febrero de 1983. Ratzinger, el Gran Inquisidor, hizo publicar, en noviembre de ese mismo año, un furibundo documento pontificio (bien es cierto que de rango menor) en el que advertía terminantemente que esa omisión no quería decir nada, que todo continuaba igual y que la condena de la Iglesia a los masones estaba tan viva como siempre. No se le escapaba una.

Juan Pablo II se dedicó a favorecer indisimuladamente a los movimientos llamados “neocons” dentro de la Iglesia, desde el Opus Dei hasta el Camino Neocatecumenal de Kiko Argüello, pasando por muchos más. Protegió y ensalzó explícitamente al fundador de los Legionarios de Cristo, el mexicano Marcial Maciel, a quien ya se acusaba clamorosamente de pederasta y encubridor de pederastas. Ratzinger callaba y dejaba hacer. Pero la procesión iba por dentro.

Juan Pablo II falleció, después de una espeluznante agonía que prácticamente se retransmitió en directo, el 2 de abril de 2005. En las habituales quinielas previas al cónclave se mencionaba a muchos cardenales, como siempre, pero había uno del que casi nadie hablaba: Joseph Ratzinger. Jamás un Gran Inquisidor se había convertido en Papa. Pero hubo una periodista española (Paloma Gómez Borrero) que, al ver a Ratzinger presidir una de las misas previas al cónclave, en su calidad de decano del Colegio Cardenalicio, lo dijo inmediatamente: “He visto al Papa”.

Así fue. El poderoso cardenal alemán fue elegido por una mayoría aplastante en la cuarta votación, el segundo día del encierro. Cuando el cardenal protodiácono, el chileno Jorge Medina, anunció su nombre en el balcón de San Pedro, en la plaza se produjo una de las algarabías menos ruidosas que se recuerdan. El nuevo Papa, Benedicto XVI, apareció en el balcón… llevando un jersey negro bajo la sotana blanca, algo totalmente antiprotocolario. Pero era 19 de abril y en Roma hacía fresco. Y además, Ratzinger era Ratzinger. Quién le iba a decir que no.

Jamás un Gran Inquisidor se había convertido en Papa. Pero hubo una periodista española (Paloma Gómez Borrero) que, al ver a Ratzinger presidir una de las misas previas al cónclave, en su calidad de decano del Colegio Cardenalicio, lo dijo inmediatamente: “He visto al Papa”.

Acababa de cumplir, tres días antes, 78 años, pero tenía la energía de siempre. O al menos esa impresión daba. Su elección fue recogida por la Prensa mundial, sobre todo por la alemana, como una tragedia y como un paso aún más hacia atrás de los que ya había dado Wojtyla en muchos aspectos. Pero de nuevo se equivocaba todo el mundo.

Ratzinger el intelectual, Ratzinger el teólogo progresista y luego conservador, Ratzinger el perseguidor de teólogos, fue muy distinto de Benedicto XVI. Acompañado siempre por su mejor y más íntimo amigo, el monseñor alemán Georg Gänswein (en la televisión italiana se burlaban de él por joven, por guapo y por deportista), Benedicto XVI dio un claro giro espiritual a la Iglesia. Escribió tres encíclicas de trascendental importancia teológica, sobre todo la última, Caritas in veritate. Pero hizo mucho más.

En primer lugar, cambió por completo la forma de proceder del papa Wojtyla con los cada vez más abundantes y clamorosos casos de pederastia en la Iglesia. Obligó al delincuente Marcial Maciel a renunciar a todo ministerio público y a vivir recluido, aunque no llegó a abrirle proceso canónico. Benedicto XVI comenzó la lucha contra los curas abusadores de niños que luego continuaría su sucesor, Francisco. Muchas veces se le ha acusado de no combatir suficientemente el cáncer de la pederastia. Pero lo cierto es que lo hizo cuando pudo hacerlo. Y lo mismo pasó con las finanzas del Vaticano, terreno en el que comenzó una tarea que no terminó.

En segundo lugar, emprendió una tarea virtualmente imposible: meter en cintura a la curia romana, organismo gigantesco que él había pilotado durante el pontificado anterior pero que parecía funcionar solo, agusanado por corruptelas, despilfarros económicos y un sistema de funcionamiento que hacía embarrancar en los arenales de la burocracia cualquier iniciativa “peligrosa” (peligrosa para ellos, claro está) del Pontífice.

Fracasó, como habían fracasado todos sus predecesores. De la curia, que había consolidado su poder durante todo el siglo XX pero que lo había multiplicado durante el reinado de Pío XII, nacieron escándalos inimaginables como el “Vatileaks”, la filtración de documentos pontificios reservados; de la curia salieron las voluntades que acabaron manejando al mismísimo mayordomo del Papa, Paolo Gabriele, para “convencerle” de que robase papeles muy importantes de los aposentos pontificios. Era algo contra lo que Ratzinger, que ya tenía 85 años, no estaba en condiciones de pelear.

Solo podía hacer una cosa, y la hizo aquella mañana de febrero de 2013. Abdicó. Dimitió. Se bajó de la cruz, como había dicho despectivamente su predecesor, Wojtyla. ¿Por qué?

Solo podía hacer una cosa, y la hizo aquella mañana de febrero de 2013. Abdicó. Dimitió. Se bajó de la cruz, como había dicho despectivamente su predecesor, Wojtyla. ¿Por qué?

Ratzinger se había manifestado varias veces en contra de la posible renuncia de los papas, algo que ya habían previsto Pablo VI y el propio Wojtyla. Pero él fue el primero que lo hizo en seis siglos. La interpretación a aquello fue casi unánime: si vosotros me montáis escándalo tras escándalo para que no haga lo que quiero hacer, yo os montaré el mayor escándalo de todos: la renuncia al papado. A ver si así, de una santa vez, dejáis de mangonear, de torpedear al Papa, y cumplís con vuestra obligación. Sí, era verdad que le faltaban las fuerzas. Pero es que le habrían faltado a cualquiera que hubiese intentado poner orden en aquella gigantesca cueva, mil veces mayor y peor que el castillo de Franz Kafka.

El cónclave de marzo de 2013, en el que él no participó, eligió a su sucesor, el jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio, el único que había obtenido algunos votos en el cónclave anterior, en el que Ratzinger fue elegido. Quien haya visto la extraordinaria película Los dos papas, dirigida en 2019 por el brasileño Fernando Meirelles, encontrará muchos detalles valiosísimos sobre la personalidad de ambos y las razones de la renuncia de Benedicto XVI.

El ex papa, que recibió el extraño título de “Papa emérito”, se recluyó en un monasterio que hay en la propia Ciudad del Vaticano, justo detrás de la basílica de San Pedro: el “Matter Ecclesiae”. Allí ha vivido los últimos diez años (dos más de los que duró su pontificado), atendido por su siempre fiel Georg Gänswein y por cuatro mujeres “consagradas” del grupo Comunión y Liberación, en las que ha confiado siempre sin reserva alguna.

No ha dado un ruido ni ha intervenido públicamente jamás. Ha dejado hacer a su sucesor, empeñado en las mismas batallas que él… y que, de momento, no ha tenido mucho más éxito, aunque lo sigue intentando. El gran Ratzinger, en los últimos tiempos, se apagaba sin remedio, víctima de la edad. Perdió la capacidad de hablar y casi la de moverse. El Papa que se marchó, el Papa que renunció al trono de Pedro, el Papa valiente y sabio y contradictorio, el Papa que hablaba diez idiomas, que cenaba siempre solo y que tocaba a Mozart al piano muy decentemente (incluso grabó discos), se fue sin ruido el día de Nochevieja de 2022, a los 95 años. Falta mucho tiempo para que la historia se forme un criterio sosegado sobre él. Pero está claro que nadie le olvidará jamás.

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