Son las ocho y veinte de la tarde. A través la ventana del salón distingo cuatro siluetas. Dos chicos primero, dos niñas después. Caminan en silencio y a paso veloz. Están seguros de que nadie los ve. O eso creen ellos. Dan la vuelta al bloque y se apostan justo bajo la ventana de la habitación en la que escribo. Almas de cántaro que fuman Camel y destapan litronas de cerveza marca blanca que beben sin oficio. Tampoco saben fumar, pero ellos están encantados.
Sé que se besan cuando callan. Transcurren largos intervalos que ellos dedican a sorberse. Encuentro ternura en el despertar de sus cuerpos en medio de un estado de alarma. No tardan demasiado, como mucho veinte minutos. Antes de la hora del telediario ya se han marchado, de la misma forma en la que llegaron: de dos en dos.
Su pulsión es tan tierna como su falta de experiencia. No me asomo, por pudor. A mí tampoco me habría gustado que me descubrieran besándome en las áreas comunes del edificio. Imagino la ansiedad por salir, por encontrarse bajo el alféizar para fumar unos cigarrillos que no saben aspirar y morderse los labios con la torpeza del que aún no sabe besar lentamente.
Un aspersor de saliva bautiza la felicidad de esos adolescentes. Llevarán todo día esperando esos veinte minutos de besos con sabor a bráckets
Escribo con la ventaba abierta, por eso guardo para ellos algunas cortesías. Interrumpo las sinfonías de Beethoven y Mahler, incluso las composiciones de Haydn, por el preludio de Tristán e Isolda. En principio es cursi, pero yo hubiese preferido besarme con Wagner dirigido por Karajan y no con el bajo estropeado de un regeattonero. Me siento vieja cuando los adivino, quizá porque la vida va enseñándote que duelen el beso y su antesala. Pero eso ellos aún no lo saben.
Un aspersor de saliva bautiza la felicidad de esos adolescentes. Llevarán todo día esperando esos veinte minutos de cerveza barata, tabaco mal aspirado y besos con sabor a bráckets. Cuando se marchan me río, a solas. Los veo alejarse sin desenlace, pero enfebrecidos de hormonas.
Ellos creen que nadie los mira y me pregunto si, como yo ahora, sus padres se reirán de sus sesiones de amor pandémico y fugaz. Para ellos será algo parecido a un verano con mascarillas. Quizá, cuando llegue la próxima primavera, ya no recuerden esos besos. O quizá sí. No lo sé. Ellos tampoco.
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