Joe Biden acaba de cumplir cien días en la Casa Blanca. Asumió el poder en un momento especialmente delicado. Sólo dos semanas antes un grupo de exaltados entró en el Capitolio cuando se disponía a certificar los resultados electorales. La curva epidemiológica se encontraba en el pico de la segunda ola. El 20 de enero, día de su toma de posesión, fue el segundo día con más fallecidos de toda la pandemia en EEUU. Las tensiones raciales estaban también en su punto álgido y la polarización política alcanzaba extremos que no se recordaban desde los agitados años sesenta. El presidente prometió sanar las heridas, gobernar para todos y salir juntos de esta crisis múltiple que ha puesto al país contra las cuerdas en apenas unos meses.
Los éxitos en el frente pandémico son evidentes para cualquier observador. Se han administrado cerca de 250 millones de dosis de vacunas, lo que ha permitido que el 45% de la población haya recibido ya como mínimo la primera dosis y el 33% la pauta completa. Al ritmo actual de vacunación para mediados de verano Estados Unidos habrá alcanzado sobradamente la inmunidad de grupo y no serán necesarias restricciones de ningún tipo. Muchos Estados han levantado ya las limitaciones a la movilidad y en buena parte del país no es necesario ponerse mascarilla.
La situación se está normalizando a bastante velocidad y eso se nota en la economía. Se estima que el PIB crezca este año un 6,5% y tanto el empleo como la inversión se han recuperado. Conforme pasan las semanas los estadounidenses ven la pandemia como algo que pertenece al pasado y que, aunque todavía colea débilmente, saben que no lo hará durante mucho tiempo. En honor a la verdad, esto no es atribuible a Biden. Tanto la vacunación como el rebote económico hubiesen seguido el mismo curso con o sin Biden. La vacunación ya se había puesto en marcha antes de su llegada al poder y la robustez de la economía estadounidense era tal antes de la pandemia que lo previsible era que se recuperase pronto del golpe.
Pese a ello, Biden quiere apuntarse el tanto. Nada más llegar a la Casa Blanca presentó un paquete de rescate de casi dos billones de dólares, el mayor de la historia durante los primeros meses de un mandato. Con relación al PIB, Obama no gastó tanto en 2009, ni siquiera Franklin Delano Roosevelt en 1933 cuando se encontró con el país sumido en lo más profundo de la Gran Depresión y anunció un millonario programa de recuperación que bautizó como New Deal. Con lo que no cuenta Biden es con una amplía mayoría parlamentaria como la que disfrutaron sus antecesores en el derroche. Controla tanto el Senado como la Cámara de Representantes, pero por muy poco. El Senado por un solo escaño (el del vicepresidente), la Cámara por sólo seis escaños.
Un tipo aburrido pero radical
Biden no genera el mismo rechazo que Obama en los medios de comunicación afines al Partido Republicano. A menudo parecen insistir más en sus problemas de expresión oral y en su disminuida movilidad que en su programa político. Es, como decía el senador y excandidato a la presidencia Ted Cruz, un tipo aburrido pero radical. Doble verdad porque Biden es, en efecto, alguien realmente tedioso, pero, a la vez, muy ideológico. Está adoptando una política marcadamente intervencionista en materia económica y se ha sumado a eso que llaman guerra cultural tomando partido de un modo bastante claro. Biden está muy a la izquierda de Obama en todos los aspectos por mucho que su aspecto de ancianito torpe y distraído lleve a pensar lo contrario.
Quiere destinar casi medio billón de dólares al cuidado de la tercera edad o 225.000 millones a escuelas infantiles porque considera que sus trabajadores están mal pagados y así complementa sus ingresos
Esto evidentemente conlleva algunos riesgos. Con el Partido Republicano enzarzado en batallas internas, Biden no tiene hoy por hoy una oposición digna de tal nombre que sirva de contrapeso a sus excesos. El pésimo hábito demócrata de arrojar montañas de dinero sobre los sectores económicos que no terminan de arrancar lleva a ponerse en lo peor. Quiere, por ejemplo, destinar casi medio billón de dólares al cuidado de la tercera edad o 225.000 millones a escuelas infantiles porque considera que sus trabajadores están mal pagados y así complementa sus ingresos. Este gasto creciente no es sostenible. De un modo u otro tendrá que subir impuestos tanto a las rentas altas como medias lo que ocasionará rechazo general. De lo contrario es muy probable que se dispare la inflación. La intervención directa del Estado no crea nueva riqueza, simplemente distribuye a discreción del Gobierno la riqueza ya existente.
El plan de rescate de los dos billones es quizá el mejor resumen de la manera en que Biden quiere gobernar. Lo aprobó pasando el rodillo demócrata en el Congreso. No hubo apenas negociación ni estaba dispuesto a hacer la más mínima concesión. La cantidad es tan alta (equivalente al PIB de Italia y superior al de España), que de pronto se ha encontrado con dinero para todo. Quiere entregar un cheque de 1.400 dólares a prácticamente todos los estadounidenses. Sólo en eso se irán 400.000 millones de dólares a los que habría que sumar otros 350.000 millones en ayudas directas a municipios que no necesitaban ese dinero, pero que lo gastarán encantados, seguramente en cosas innecesarias.
Roosevelt tuvo dinero, tiempo y apoyo popular suficiente para implementar infinidad de reformas. Biden sólo tiene lo primero. Este año cumplirá 79 años
Algo así debimos habernos imaginado cuando decidió colocar en lugar preeminente del despacho oval, encima de la chimenea, el retrato de Franklin Delano Roosevelt, de quien se dice heredero. Roosevelt gastó mucho, pero no tanto como él. El New Deal, aparte de gasto público, consistió en una serie de reformas muy ambiciosas que se pusieron en marcha durante los primeros meses de la presidencia. Aprobó la ley Glass-Steagall que separaba la banca de depósito de la de inversión, estableció un sistema federal de seguro de depósitos, suspendió la convertibilidad con el oro y puso en marcha un faraónico programa de obras públicas por todo el país para dar trabajo en un momento en el que el desempleo se encontraba en el 25%. Luego, a lo largo de sus cuatro mandatos, creó el seguro social, los cupones de alimentos y el seguro de desempleo. Roosevelt tuvo dinero, tiempo y apoyo popular suficiente para implementar infinidad de reformas. Biden sólo tiene lo primero. Tiempo seguramente no tenga porque este año cumplirá 79 años y a las próximas elecciones llegará a punto de cumplir 82. Apoyo popular cuenta en tanto que representaba una alternativa a Trump, pero no es un cheque en blanco como el que recibió Roosevelt en 1932.
Pero está empeñado en pasar a la historia igualándose a otros grandes presidentes demócratas como Roosevelt, Kennedy, Lyndon Johnson o el propio Obama. Con la economía marchando bien, el desempleo en mínimos y los derechos civiles reconocidos poco espacio le queda para pasar a la historia. Cree que puede hacerlo a través de su plan de descarbonización. En una cumbre de líderes mundiales celebrada a finales de abril se comprometió a reducir las emisiones de dióxido de carbono en un 50% de aquí a 2030. Quiere también que para 2035 la generación de energía eléctrica esté completamente descarbonizada.
El coste de esto último se ha estimado en unos 1.800 millones de dólares. ¿De dónde va a sacar todo ese dinero? Espera hacerlo de nuevos impuestos a rentas altas y a grandes empresas
Si se saliera con la suya, habría que gastar cientos de miles de millones de dólares en poner a trabajar a los estadounidenses no sólo en los denominados empleos verdes, sino también en la construcción de carreteras y puentes, en la actualización del sistema eléctrico, en el tendido de cables de fibra de banda ancha y en la instalación de millones de puestos de recarga para vehículos eléctricos. Todo eso hay que pagarlo, del mismo modo que hay que pagar sus programas de subsidios permanentes a las guarderías o los programas de seguro médico ampliado. El coste de esto último se ha estimado en unos 1.800 millones de dólares. ¿De dónde va a sacar todo ese dinero? Espera hacerlo de nuevos impuestos a las rentas altas y a las grandes empresas y de tasas al carbono. Pero para llevarlo a cabo necesita la colaboración de las dos cámaras del Congreso. Los senadores y representantes quieren conservar su puesto. Difícilmente lo harán si se presentan a la reelección con alzas fiscales. Aún así, sólo con dinero no bastaría. Para materializar su plan necesitará nuevas regulaciones para forzar la transición. Los Estados, especialmente los petroleros, se resistirán como gato panza arriba porque afectaría de lleno a la estructura de la economía local.
Abordar reformas costosas e impopulares no parece la mejor carta de presentación para las elecciones de medio término que se celebrarán dentro de año y medio, en noviembre de 2022 y en las que los republicanos podrían recobrar el control de las cámaras. En ese punto su sueño de pasar a la historia con un gran programa de reconversión nacional se esfumaría. Quizá no haya que esperar tanto. El déficit presupuestario de este año se estima que superará el 10%. La deuda pública está por encima del 100% y, aunque el coste de endeudarse es bajo hoy, podría no serlo en el futuro.
La inflación aletea amenazadora por encima de los consumidores. En marzo se fue al 2,6% interanual. De consolidarse el repunte todo el programa económico de Biden se vendría abajo porque el Congreso, alarmado por el alza en los precios, rechazaría los planes de gasto. Siempre puede ir por la vía directa mediante órdenes ejecutivas. En cien días ha firmado un total de 60, más que cualquier otro presidente desde Roosevelt. Algunas revocan órdenes previas de Trump en materia de inmigración, como la construcción de un muro en la frontera con México o la que sacaba a Estados Unidos del acuerdo de París. Otras son para apuntalar su propia agenda sin necesidad de pasar por el Congreso.
Los primeros cien días de la presidencia de Joe Biden han demostrado que seguirá esa filosofía de una manera maximalista a pesar de contar con un frágil apoyo en el Congreso y en la calle. Lo que se ha propuesto, frenar el cambio climático y acabar con la injusticia racial, seguramente sean empresas que no estén a su alcance, pero sobre las que volcará toneladas de dinero.
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