Opinión

El bien, el mal y los hombres corrientes

Existe el mal en el mundo porque existe el mal en el ser humano. Es decir, en todos nosotros.

El mal no es un salto abrupto e irrevocable que nos arranca del camino del bien y nos coloca en el camino del crimen o la crueldad, sino un continuo en el qu

Existe el mal en el mundo porque existe el mal en el ser humano. Es decir, en todos nosotros.

El mal no es un salto abrupto e irrevocable que nos arranca del camino del bien y nos coloca en el camino del crimen o la crueldad, sino un continuo en el que nos vamos situando a lo largo de nuestra vida. Por eso lo esencial no es saber si somos buenos o malos, porque no somos ángeles o demonios; lo esencial es saber cuánto mal nos llevarán a tolerar nuestros particulares ángeles y demonios.

Cuando en clase aparece el tema del mal siempre se plantea la misma pregunta. “¿Qué es lo que lleva a alguien a cometer un crimen horrible?” Un buen caso de estudio es el que Christopher Browning documenta en Ordinary Men. Hombres corrientes asesinando a judíos sin que medien los motivos habituales: odio enfermizo, fanatismo colectivo, ideología aprendida. En Józefów ni siquiera aparece el motivo recurrente en las confesiones del Holocausto y de los crímenes de guerra: “cumplía órdenes”. Allí la orden dejaba abierta la puerta de la renuncia sin castigo. Y la gran mayoría de los hombres normales -es decir, todos nosotros- eligió asesinar.

Además de ésta hay otra pregunta que no solemos hacernos. ¿Qué es lo que lleva a alguien a salirse de la aceptación colectiva de la crueldad y a resistir el castigo social que muchas veces conlleva esa salida? ¿Es una naturaleza individual sobre la que no tenemos ningún control (y por tanto no nos otorga ningún mérito)? ¿Es el entrenamiento continuo y sutil al que nos someten quienes nos quieren? ¿Es acaso una elección personal que tomamos en algún momento de nuestra vida? En realidad la tercera opción es en cierto modo una ilusión, porque la elección ha de reposar necesariamente sobre lo primero o lo segundo (o sobre una combinación de los dos).

El problema del mal se convierte en el problema del libre albedrío, y la negación de este último -al menos como algo absoluto- coloca nuestras elecciones morales en el terreno de lo casi mecánico

En cualquier caso, no parece que sea la razón quien nos permite elegir la resistencia frente a nuestros demonios. La razón es sólo una esclava de nuestros impulsos. Hace lo que le ordenamos. Justifica lo que necesitamos que justifique y articula el rechazo ante lo que ya hemos rechazado previamente. Es una esclava que se cree autónoma y dueña de nuestras decisiones, de modo parecido al detective cazarreplicantes de Blade Runner que no sabe que es él mismo un replicante. 

Las preguntas sobre el bien y el mal, y en concreto sobre nuestros posicionamientos morales, nos dejan en una situación incómoda. Nadie ha expresado esta incomodidad radical con la sencillez y profundidad de Darwin en sus “Old & useless notes about the moral sense & some metaphysical points”. El problema del mal se convierte en el problema del libre albedrío, y la negación de este último -al menos como algo absoluto- coloca nuestras elecciones morales en el terreno de lo casi mecánico. Y aun así, no podemos dejar de admirar a quienes toman las decisiones que nos gustaría tomar. Tal vez porque, al igual que los miembros del Batallón 101, son como nosotros.

August Landmesser era también un hombre corriente. Trabajó en los astilleros de Hamburgo, y su figura ha quedado en la historia como un símbolo de resistencia individual frente a la conformidad social. Guarda ciertos paralelismos con Terry Malloy, el heroico estibador de ficción fruto del talento combinado de Elia Kazan y Marlon Brando. Malloy es el hombre que abandona su complicidad con el mal y se arrastra hasta su trabajo después de que el matón del puerto le haya dado una paliza. Landmesser es el hombre que se queda con los brazos cruzados mientras todos los trabajadores de los astilleros hacen el saludo nazi.

Zamarreño sabía lo que significaba aceptar el cargo de concejal en el territorio dominado por el terror de la izquierda abertzale. Lo sabía en la teoría y en la práctica

Manuel Zamarreño fue concejal del Partido Popular en Rentería. Aceptó el cargo en sustitución de su compañero José Luis Caso, asesinado por la izquierda abertzale unos meses antes. Zamarreño sólo pudo honrar la memoria de su compañero de partido durante un mes. También fue asesinado, en 1998, por la izquierda abertzale. Manuel Zamarreño es sin duda un héroe nacional. No al nivel de Landmesser o Malloy, sino más grande. Mucho más. Zamarreño sabía lo que significaba aceptar el cargo de concejal en el territorio dominado por el terror de la izquierda abertzale. Lo sabía en la teoría y en la práctica. Y probablemente sabía que las probabilidades de que le hicieran lo mismo que a José Luis Caso eran muy altas. Lo que lleva a un hombre a actuar de esta manera, a caminar solo -siempre se está solo en algo así- hacia el destino trágico, es algo que escapa a la racionalidad. Tanto la racionalidad de quien lo hace como la de quienes queremos entenderlo. No puede ser sólo la lealtad a un país, a unas ideas o, aún menos, a un partido. Probablemente tampoco es decisivo el deseo de mejorar la vida de otros ciudadanos. Seguramente en la vida de alguien como Zamarreño influyen más las horas que pasaría pensando en cómo enseñar a sus hijos no la diferencia entre el bien y el mal, sino la necesidad de elegir correctamente

Actuar heroicamente


El de Manuel Zamarreño es un empeño radicalmente noble y relativamente irracional que enseña que el ser humano no está fatalmente condenado a conformarse con su peor versión. Podemos hacer el mal. Podemos ser cómplices. Podemos ser indiferentes. Podemos ser el que grita “Zamarreño, estás muerto” desde el balcón. Podemos ser el que saluda amistosamente al que lo grita. Podemos ser el que finge no saber nada. El que no quiere líos. Podemos ser el que asiste a una manifestación para pedir que sus asesinos salgan a la calle. Pero sabemos que siempre existirán figuras como la de Manuel Zamarreño. Que su ejemplo inspira a muchas personas normales con vidas normales. Y que no hace falta ser alguien especial para actuar heroicamente. José Luis Caso y Manuel Zamarreño también trabajaron en unos astilleros.

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