Opinión

Billetes y subvenciones

El transporte público es una de esas cosas que muchos políticos quieren utilizar para hacer cosas que no deberían. Con esto no me refiero a acciones ilegales como cobrar comisiones,

El transporte público es una de esas cosas que muchos políticos quieren utilizar para hacer cosas que no deberían. Con esto no me refiero a acciones ilegales como cobrar comisiones, vender contratos o colocar amigotes (cosas que suceden mucho menos de lo que la gente se imagina), o para dar pelotazos urbanísticos. Mis objeciones son a cuando los políticos intentan hacer del transporte público una especie de extensión del estado del bienestar.

Me refiero, en este caso, a dos líneas de propuestas bastante habituales estos días: ofrecer precios superreducidos a colectivos específicos como jubilados, parados o jóvenes, o bien proponer directamente su gratuidad absoluta. Ambas son erróneas, porque no parecen entender por qué construimos transporte público en primer lugar.

El objetivo de todas las infraestructuras de transporte, sin excepción, es facilitar que personas y mercancías puedan moverse de un lugar a otro. Esto puede parece una perogrullada, pero vale la pena recalcar por qué es importante, ya que es lo que nos servirá para juzgar la utilidad de nuestras inversiones en infraestructuras.

Un negocio o un trabajador depende, para su actividad económica, de su hasta donde puede llegar en una cantidad de tiempo determinada. En general, sabemos que una persona habitualmente invierte más o menos 30 minutos para ir al trabajo de media; esta es una constante casi universal, casi inmutable desde que vivimos en ciudades. La aparición de medios de transporte más rápidos que nuestros pies no han reducido o aumentado este tiempo de viaje; lo que han hecho es aumentar nuestro radio de acción. Si en las ciudades en la antigüedad todo estaba a menos de dos kilómetros de distancia (y le sugiero que miren el mapa de los casos históricos de cualquiera de nuestras ciudades para comprobarlo), coches, trenes y metros nos permiten buscar trabajo a mayor distancia.

Una ciudad con una pésima red de transportes tiene todos los inconvenientes de vivir apilados unos sobre otros, pero ninguna de las ventajas que se derivan de las economías de escala y de red que surgen en una gran aglomeración

Este radio de búsqueda mayor tiene ventajas económicas considerables. Tener acceso a un mercado laboral más grande sin tener que mudarse genera más oportunidades y permite que los trabajadores puedan estar en empleos donde serán más productivos. Para las empresas, eso equivale poder encontrar mejores empleados, y vender sus productos a más gente si son un comercio. Una ciudad que tiene una red de transporte rápida y eficiente es una ciudad donde cada una de sus empresas y de sus residentes tienen acceso a muchos empleos y muchos trabajadores, haciéndola mucho más productiva. Una ciudad con una pésima red de transportes tiene todos los inconvenientes de vivir apilados unos sobre otros, pero ninguna de las ventajas que se derivan de las economías de escala y de red que surgen en una gran aglomeración.

La fluidez y el colapso

El transporte público, en este contexto, tiene como principal función mover a mucha gente a mayores distancias de forma más eficiente. En las ciudades, el espacio para infraestructuras de transporte es limitado (donde pones calles no pones edificios), y el coche es un medio de transporte especialmente ineficiente: contamina mucho, necesita autopistas muy anchas, y estas se colapsan con facilidad. El autobús, metro y ferrocarril gastan mucha menos energía y pueden mover a mucha más gente en mucho menos espacio. Su existencia permite más desplazamientos, y si saca a gente de sus coches, que los automovilistas restantes puedan moverse más rápido.

Supongamos, entonces, que una ciudad cualquiera, digamos Madrid, se gasta una cantidad de dinero determinada para operar sus líneas de metro (1.195 millones de euros, que es lo costó el 2019). Podemos escoger cubrir este gasto o bien cobrando a los usuarios lo suficiente como para cubrir todo el coste de operar la infraestructura, o subvencionar parcialmente su uso. Como hemos visto, la existencia misma del metro y la posibilidad de que la gente se mueva lejos con él genera toda clase de efectos positivos que van más allá de precio del billete (mayor crecimiento, menor congestión en las carreteras, más productividad). Tiene cierto sentido que los usuarios no cubran todo el coste de la infraestructura y su uso, ya que hay mucha otra gente que se beneficia.

Si queremos llenar trenes, es necesario que ofrezcan un buen nivel de servicio y puedan llevarte a muchos sitios, no que sean baratos

¿Tiene sentido, sin embargo, que el estado cubra todo el coste del transporte público? No, porque el dinero es finito, y construimos metros para mover gente de un lado a otro. Si queremos llenar trenes, es necesario que estos ofrezcan un buen nivel de servicio y puedan llevarte a muchos sitios, no que sean baratos.

Imaginemos dos escenarios posibles. En el primero, el metro es gratuito, pero sólo tiene trenes cada quince minutos en todas las líneas. En el segundo, el metro cuesta dos euros, pero tienes trenes cada cinco. En el escenario de gratuidad, el tiempo de espera medio en la estación será de siete minutos y medio, así que un hipotético usuario tendrá, media, un “radio de acción” útil de veintidós minutos de desplazamiento. Si tiene que hacer transbordo, el tiempo de espera medio será de hasta quince minutos, y estará buscando trabajo en muchos menos sitios. Con un metro más caro pero con más servicio, sin embargo, el hipotético currela estará siempre más tiempo viajando y menos esperando, y los transbordos serán siempre mucho más sencillos, así que podrá moverse más sin rechistar. Un metro con mejor servicio es mucho más útil para sus viajeros y la ciudad entera que uno gratuito, pero con peores servicios.

Operar un metro, por supuesto, es muy, muy caro; hay muy, muy pocas ciudades en el mundo que cubren los costes íntegramente con el precio de sus billetes (en Europa, sólo Londres lo hace). El principio que debe guiar a los gestores de transporte público, sin embargo, no debe ser cómo hacer que sea asequible, sino qué deben hacer para mover tanta gente tan lejos como sea posible con un coste razonable para las arcas públicas. Es decir, el billete de metro debe ser lo suficiente bajo como para llenar todos los trenes que la infraestructura puede manejar, pero no por debajo. Y debe ser, a su vez, lo suficiente alto como para permitir un nivel de servicio elevado que haga que la gente quiera utilizarlos.

Fijaos, por cierto, que en toda esta discusión no he mencionado renta, ni pobreza, ni jóvenes, ni jubilados, ni nada por el estilo, porque subvencionarles el transporte es una forma bastante ineficiente de mejorar su bienestar. El metro es mucho más útil dándoles acceso a más puestos de trabajo, o colegios, o comercios que cualquier ahorro que puedan sacar de un carné joven o tarjeta dorada. Queremos un metro eficaz, no uno barato; de nada sirve pagar poco o viajar gratis en algo que no te va a llevar a ninguna parte con rapidez.

Si queremos gastar dinero en transporte público, pongámoslo en la infraestructura, en la gestión, en trenes y estaciones, no en dar rebajas a gente que si no lo utiliza ahora es porque no les está llevando donde quieren a una velocidad razonable.

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