Hace varios días que no me quito un cuadro de la cabeza. Se trata de Blanco sobre Blanco, de Kazemir Malévich. Es un cuadro en el que vemos exactamente eso: blanco sobre blanco. Un cuadrado blanco de zinc, que es un tono frío de blanco, de tono azulado, sobre un fondo con uno de los colores más cálidos de la paleta de los blancos, el blanco de plomo. Y no hay más. Blanco sobre blanco.
Esta obra no tiene nada de ironía o de espontaneidad. No simboliza ninguna protesta contra lo establecido ni contra el conservadurismo del arte contemporáneo. El artista lo pintó a conciencia, buscando el vacío absoluto, para presentar la emoción pura. Aspiraba a convertirse en el final de la pintura como representación y el inicio de la pintura abstracta, como forma de reflejar esa emoción pura. El Blanco sobre Blanco que pintó en 1918 el ruso Malévich es una de las obras más revolucionarias de la historia de la pintura contemporánea.
¿Por qué? Pues no tengo ni la más remota idea de por qué es considerado un icono inapelable del arte contemporáneo, pero lo es. Y eso que a mí me gusta el arte y algo he estudiado. Digo algo, porque no sabe una nunca cuánto es mucho o poco en esto del estudio. Supongo que no lo suficiente como para hacerle reverencias a un cuadro que, por más que lo miro, solo consigo ver un cuadrado blanco sobre un fondo blanco amarillento.
Esta misma sensación tengo constantemente cuando contemplo lo que sucede en España: yo veo blanco sobre blanco, pero me quieren convencer de que estoy ante una actuación inapelable de paz y concordia, a pesar de tener a la policía moliendo a palos cada noche a manifestantes que gritan por la libertad y la dimisión de nuestro amado líder.
Y sigo mirando. Pero sigo viendo blanco sobre blanco. No veo esa necesidad, en la que se me insiste, de que por fin un líder mundial le diera lecciones al primer ministro de Israel, sobre cómo llegar a un acuerdo pacífico con el terrorismo o de amenazar con decretar por su cuenta y riesgo el reconocimiento del Estado Palestino, sin previa consulta en el Congreso, porque debe ser que los españoles no tenemos ya ni voz ni voto, ni el beneplácito de Europa, porque el omnipotente Presidente no necesita permiso para hacer lo que considere oportuno. Pero así me lo señalan por todas partes. Así que me esfuerzo, pero por más que lo intento, yo sigo viendo blanco sobre blanco y, por no ver, no veo líder mundial por ninguna parte. Al menos, no uno que hable mi idioma.
Miro al presidente español y sí que siento cosas, pero no las que se supone que debería ante un líder mundial que busca la concordia y la paz: yo siento muchísima vergüenza e indignación
En este punto de contemplación de la obra maestra, debería tener alguna revelación, sentir esa representación del vacío que vibra vertiginosamente en mi interior y me hace comprender que estoy ante la obra más revolucionaria jamás creada. Pero no vibra nada. Miro el cuadro del ruso y no se me aparece la virgen de Guadalupe con su melena agitada por el aleteo de las alas de divinos unicornios rosas. Yo sigo viendo, y perdónenme la expresión, pero es que se cansa una de forzar la vista, un puñetero cuadrado blanco. Y miro al presidente español y sí que siento cosas, pero no las que se supone que debería ante un líder mundial que busca la concordia y la paz: yo siento muchísima vergüenza e indignación.
Y es que así están las cosas: donde muchos vemos un cuadrado blanco, unos cuantos nos dicen que estamos ante una obra sin precedentes, un icono revolucionario, un hito sin igual al que hay que reverenciar y aplaudir sin apelación posible. Esto podría hacerle a uno dudar. No saber si lo que estás viendo, si lo que sientes es real o un grave error. Por qué no todos vemos lo mismo.
No tengo dudas de que para amar, comprender y valorar el cuadro de Malévich hay que saber lo que es el suprematismo, saber situarlo en su contexto y sentir una determinada atracción por esta corriente artística y por la historia del arte. Como tampoco tengo dudas de que para amar, comprender y valorar la obra de Sánchez, es imprescindible no saber lo que es realmente el socialismo, hay que obviar el contexto, además de sentir una determinada dependencia económica del Estado o del partido, viviendo alejado de cualquier signo de dignidad o coherencia y con un rechazo absoluto hacia la historia.
Solo así se entiende que alguien pueda ir a un museo y arrodillarse ante un cuadrado blanco pintado sobre blanco, que los hay, y solo así puede entenderse que nuestro Presidente provoque un conflicto diplomático con Israel, en su primera semana tras formar gobierno, y que se haga todo un despliegue en redes sociales y en medios de comunicación, para alabar la actuación de Sánchez en nombre de unas víctimas que, seamos honestos, a ese señor le importan mucho menos que a mí el cuadro del ruso.
Soportar el bochorno
Si le dejan hablar dos horas más, podría incluso haber tratado de convencer a Israel de que lo mejor para acabar con los terroristas es firmar la paz, meterlos en el Gobierno y concederles todo lo que pidan. Pero el primer ministro no quiso otorgarle ni medio minuto más. Nosotros le hemos concedido cuatro años. Imaginen lo que será capaz de hacer en todo ese tiempo y al aislamiento geopolítico que nos puede abocar.
Y la paciencia. La paciencia que vamos a tener que inventarnos algunos para soportar otros cuatro años de bochorno, indignación e incredulidad constantes. Yo creo que prefiero comprarme una litografía de la obra más importante de Malévich y pasarme los cuatro años mirando el maldito cuadrado blanco sobre un fondo blanco.
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