El presidente (por tercera vez) de Brasil, Lula da Silva, lo dijo hace algún tiempo, en la última campaña electoral. Ironizó que su rival, el ultraderechista Jair Bolsonaro, era una copia de Trump, pero muy mal hecha.
No tan mal hecha, señor presidente, no tan mal hecha. El día 6 de enero de 2021, una turba de fanáticos enloquecidos por las repetidas mentiras de Trump, por los medios de comunicación “adictos” y por las incontables organizaciones paramilitares de extrema derecha que hay en EE UU, lograron asaltar el Capitolio. La algarada acabó nada más que con cinco muertos porque lo que tenían era prisa: la decisión se había tomado muy rápidamente por redes sociales y aquello adolecía (menos mal) de una evidente desorganización. Eran unos cientos de pirados dando voces.
Este domingo, en Brasilia, una multitud de miles de personas, perfectamente organizada y con una logística impecable, tomó el Parlamento, el Tribunal Supremo y la sede de la Presidencia de la República, que están en el mismo lugar. Su intención no era dar, sino comenzar un golpe de Estado que deberían concluir los militares. Llevaban decenas de pancartas, que no se hacen en un momento. Banderas. Camisetas verdes y amarillas que les hacían parecer –deliberadamente– uniformados “por lo civil”. Sabían perfectamente dónde tenían que acudir y qué puertas había que forzar. Lo tenían todo pensado. Muy bien pensado.
Es imposible que una maniobra tan cuidadosamente organizada se haya hecho sin su consentimiento y su apoyo. Igual que hace dos años en Washington
El propio caudillo Bolsonaro, que no quiso acudir a la toma de posesión de su sucesor (igual que Trump), no ha abierto la boca cuando se escriben estas líneas. Pero da lo mismo. Es imposible que una maniobra tan cuidadosamente organizada se haya hecho sin su consentimiento y su apoyo. Igual que hace dos años en Washington. Trump estaba detrás, como ha demostrado la Comisión de Congresistas que ha investigado los hechos durante meses.
Hay, eso sí, una diferencia esencial. Lo único que evitó una más que previsible matanza fue que en los edificios de la Explanada de los Ministerios de Brasilia no había nadie. Lula estaba de viaje. El Congreso no tiene sesión, está de vacaciones. Y es difícil imaginar a los jueces del Supremo yendo a trabajar un domingo. Quizá también eso estaba previsto. Ojalá.
Pero no nos engañemos: no son solo Bolsonaro y sus seguidores políticos los que han montado este indecente show que transgrede todas las normas de la democracia. Bolsonaro ha contado siempre, desde que se planteó pelear por la presidencia, con una ayuda muy valiosa y poderosísima: los pastores de la secta evangélica, que controlan la vida, las mentes y las decisiones de más de 65 millones de brasileños. Uno de cada tres ciudadanos del país pertenece a ese grupo que es mucho más que un movimiento religioso. Es cierto que la mitad de los habitantes de Brasil son católicos, pero 65 millones son muchos millones (y crecen sin parar) y su funcionamiento es mucho menos libre que el de los católicos. Los pastores lo deciden todo: qué dinero hay que dar a la iglesia (lo normal es el 10%, el famoso “diezmo”), con quién se debe casar la niña y con quién no, qué hay que estudiar y dónde, qué trabajos son permisibles y cuáles no, qué se puede leer y qué no, qué es lícito ver en la tele, qué es lo bueno y qué es lo malo y, naturalmente, a quién hay que votar.
Todo lo que no sea aprobado por su Dios (con el que parecen tener un contacto extraordinariamente fluido y frecuente) es no ya pecado sino abominación, como suelen decir
A cambio de este control absoluto de la vida y de los pensamientos de las personas, esta agrupación de fanáticos proporciona a la gente (a su gente) ayudas, escuelas, socorros sanitarios y muchas cosas más. Es un Estado dentro del Estado. Llegan allí donde el Estado no es capaz de llegar. Su poder es enorme.
En Brasil, los pastores evangélicos apostaron siempre por la ultraderecha que representa Bolsonaro, tan complaciente con ellos. Todo lo que no sea aprobado por su Dios (con el que parecen tener un contacto extraordinariamente fluido y frecuente) es no ya pecado sino abominación, como suelen decir. Y Lula, y todo lo que representa la izquierda, es abominación para ellos. Lo mismo que la democracia: la única ley que hay que obedecer es la voluntad de Dios, que se expresa (¡y cómo!) a través de los pastores. Solo a través de ellos.
Nadie más que los terribles y fanáticos líderes evangélicos puede movilizar a millares de personas, perfectamente organizadas, para un asalto a las sedes del poder civil como el que hemos visto. Nadie más. Sus cánticos, que son inconfundibles, han sonado aquí y allá durante el largo asalto, repasen ustedes los vídeos. Sus consignas. Su desprecio (inducido, pero muy bien inducido) por las leyes y por la democracia. Eso es lo que está detrás de lo que acaba de ocurrir en Brasil. En ningún país del mundo tiene el fanatismo religioso semejante peso en la política, en la mentalidad, en la vida diaria de tanta gente.
La última dictadura militar cayó en Brasil hace casi cuatro décadas, en marzo de 1985. Ojalá las Fuerzas Armadas desoigan la llamada de los fanáticos, que quieren cargarse una vez más la democracia, pero en esta ocasión con un grito de resonancias medievales: Dios lo quiere. Lo de imponer dictaduras en nombre de Dios contraviene frontalmente el segundo mandamiento que Yahveh dio a Moisés: “No tomarás el nombre de Dios en vano”. Pero eso a los pastores evangélicos les importa bastante menos. A la vista está.
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