Ya tenemos dicho que ese miedo al rebrote que nos atenaza está más que justificado. En los últimos días se han visto notorios ejemplos, incluido uno en el que está involucrado todo un príncipe belga de visita en Córdoba -ni a Valle-Inclán se le hubiera ocurrido semejante esperpento-, que evidencian cómo el gusto por la fiesta es una de las grandes amenazas para esparcir los contagios. El epicentro del problema se llama botellón. Eso no hay quien lo pare porque no existe una reunión igual para los jóvenes.
Sólo mencionar los botellones dispara la nostalgia. Llevaría dos o tres semanas viviendo en Madrid, allá por octubre de 2001, cuando acudí a mi primer botellón serio, celebrado en una zona cercana a colegios mayores. Nunca olvidaré el sopapo de realidad que supuso ver a tantos universitarios juntos para beber como cosacos. Yo, un muchacho de pueblo, siempre había creído más acertado beber en un bar, pero en la gran ciudad todo era diferente.
Mi segundo botellón, menos numeroso y celebrado con los compañeros de la facultad, acabó en una situación delirante en plena Gran Vía, con uno de mis nuevos amigos enfrentándose a dos agentes de la Policía, aunque la cosa no acabó mal del todo porque se impuso la cordura. Vistos hoy esos aquelarres quizás fueran estúpidos, pero también eran más que divertidos. Éramos jóvenes e inconscientes.
Quizás la inexistencia de sentido alguno de semejantes reuniones, la peligrosidad que entrañan por los contagios y el gusto juvenil por saltarse lo prohibido hacen más atrayentes estos botellones de la "desescalada"
Ahora nos hemos hecho mayores, hasta hemos tenido niños y, con la que está cayendo, no podemos entender que los jóvenes se reúnan en un parque a beber y filosofar absurdamente porque ese comportamiento carece de sentido. Pero quizás la inexistencia de sentido alguno de semejantes reuniones, la peligrosidad que entrañan por los contagios y el gusto juvenil por saltarse lo prohibido hacen precisamente más atrayentes estos botellones de la "desescalada".
Quiero decir, y por eso he contado esas batallitas personales, que quizás nos falta algo de empatía con los jóvenes que atraviesan un momento vital que consiste en descubrirlo todo y para colmo acaban de pasar dos meses y medio encerrados a cal y canto. Es fácil decir desde nuestros cómodos sillones que no iríamos a un botellón cuando hace años que no sabemos dónde se hacen ni en qué consisten.
¡Están muy cerca y no llevan mascarillas!", decimos. Algunos incluso lo dicen hipócritamente porque vienen de la terraza de un bar o de la casa de un amigo donde se han juntado veinte personas
Nos indignamos, y yo el primero, cuando vemos en las redes o presenciamos en las calles cercanas las imágenes de adolescentes arremolinados en fiestas al aire libre. "¡Están muy cerca y no llevan mascarillas!", decimos. Algunos incluso lo dicen hipócritamente porque vienen de la terraza de un bar o de la casa de un amigo donde se han juntado veinte personas para juzgar al resto de los mortales.
¿Cómo conseguir que los chavales de 16 años en adelante refrenen sus más primarios instintos? ¿Cómo podemos convertir los botellones, que son imparables y van a continuar, aunque sea de forma subrepticia, en algo seguro? Los expertos hablarán de concienciar mediante campañas y de que los padres convenzan a sus hijos. Pero a mí solo se me ocurre una respuesta que el propio presidente del Gobierno repetía en sus primeras apariciones sabatinas: "Test, test y más test". Con eso habría menos problemas en los botellones, en las terrazas y en cualquier parte. Pero dicen que eso es muy caro.
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