Opinión

Más Margaret Thatcher, menos Ana Botín

Aceptar el mantra de que la sociedad española es de izquierdas es inaceptable. Equivale a darlo todo por perdido

A finales de 1978, el Reino Unido vivió lo que desde entonces se ha conocido como el ‘invierno del descontento’. La inflación galopaba, la economía caía en picado, la nación estaba asediada por las huelgas y al albur de los nocivos sindicatos. El país se había convertido en 'el enfermo de Europa' después de años de estatismo, de un déficit fiscal descontrolado, de miles de empresas públicas subvencionadas, de servicios administrativos elefantiásicos e ineficientes y de un asistencialismo masivo que había fomentado la holgazanería y la ilegalidad.

En España vamos a asistir a un otoño y a un invierno del descontento como no hemos vivido jamás desde la guerra civil. A Dios gracias sin inflación, pero con un déficit inédito y un nivel de deuda pública intolerable. Ya han quebrado miles de empresas, y la lista sólo puede engordar en los próximos meses. El paro va camino de los cinco millones, el sector turístico -que representa el 16% del PIB- está en una situación trágica, en gran parte por la negligencia del Gobierno, y la mayoría de los Ertes se van a convertir inevitablemente en expedientes de regulación de empleo, es decir, en despidos fulminantes que son la única manera de que algunas compañías todavía puedan salvar los muebles.

El desastre del Reino Unido propició la llegada al poder en 1979 de Margaret Thatcher y el inicio de la revolución conservadora y liberal que ha supuesto la mayor contribución práctica de la filosofía política al progreso de la humanidad. Nada más ganar las elecciones aprobó un presupuesto de guerra que hundió al país en la recesión pero que pasado poco más de un año empezó a revitalizar la economía sin freno porque generó expectativas positivas y sobre todo la confianza que faltaba a la nación. Redujo drásticamente el gasto público, rebajó los impuestos, decretó el fin del estatismo y de los subsidios generalizados, privatizó las empresas públicas, promovió el capitalismo popular y devolvió la libertad a los ciudadanos, con el acompañamiento de responsabilidad individual que lleva aparejada. En una ocasión afirmó: la sociedad no existe, sólo hay individuos. Estoy de acuerdo.

La mayoría aspira a un empleo público de por vida y sólo piensa en las vacaciones; el ocio y la bacanal, que no el trabajo -trasmutado en un castigo divino-, son el nuevo becerro de oro

Cuando Pablo Casado dice ahora que los partidos deben parecerse a la sociedad comete un grave error. Es una afirmación acomodaticia e infantil. Es la confesión de una derrota. La sociedad puede ser un asco, sobre todo la española, que ha sido moldeada desde hace décadas por el paternalismo franquista y luego por el socialismo protector y un Estado de Bienestar infame. Aquí no hay ciudadanos sino súbditos y dependientes, acostumbrados a la muleta pública desde que nacen hasta que mueren, inscritos en el victimismo, siempre dispuestos a echar la culpa a los demás de su mala fortuna y propensos a la queja permanente. La mayoría aspira a un empleo público de por vida y sólo piensa en las vacaciones; el ocio y la bacanal, que no el trabajo -trasmutado en un castigo divino-, son el nuevo becerro de oro.

Los partidos, naturalmente si tienen un proyecto sólido y convincente en el que creen, están para cambiar la sociedad, sobre todo una sociedad tan deteriorada como la española. En mi pueblo suele decirse “con estos bueyes hay que arar”. Pues no. Me opongo. Los partidos honestos están para cambiar de bueyes.

En su momento, Thatcher acabó con todos estos vicios; con el poder nefasto de los sindicatos, por ejemplo, que es un asunto crucial. Enfrentó a la gente con su destino, tratando de recuperar el espíritu de sacrificio y de lucha que han hecho siempre grandes a los países, el que hizo posible el Imperio Británico. Coincidió en ese empeño con Ronald Reagan en Estados Unidos, implicado en igual catarsis, que básicamente consiste en devolver la libertad a los individuos para que saquen lo mejor de sí mismos, un desafío colosal que exige un gobierno pequeño y eficaz, un sistema de controles -los famosos ‘checks and balances’- que permitan la auditoria continua del poder público así como un modelo fiscal que propicie que la gente se lleve a casa la mayor parte del fruto de su trabajo pagando los menores impuestos posibles.

España y el mundo anglosajón

Necesitamos en España políticos de oferta, no de demanda. Thatcher y Reagan fueron políticos de oferta que cambiaron el mundo a mejor. Tenían un proyecto que enseñar, del que estaban convencidos y que estaban determinados a llevar adelante contra viento y marea porque buscaban un mundo mejor. También porque tenían una enorme fe en la capacidad de los individuos para generar riqueza si se eliminan los obstáculos convencionales que los gobiernos de toda índole ponen a su paso. José María Aznar en España también fue un político de oferta. Se propuso acabar con el consenso socialdemócrata que veía imposible, por ejemplo, nuestro ingreso en la Unión Monetaria en tiempo y forma, y luego tuvo la ambición de acercar nuestro país al mundo anglosajón de los Estados Unidos y del Reino Unido, que siempre es una compañía de la que puedes aprender algo.

Los socialistas son todos políticos de demanda, y Mariano Rajoy también ha sido un claro ejemplo de abstencionismo en toda regla y de pusilanimidad colosal en favor de los enemigos de la nación, a los que regaló las televisiones, y a los que puso en bandeja la moción de censura que le apartó de manera infame del poder por primera vez en la historia de España. Para los socialistas y la derecha acomplejada, incluso para el Pablo Casado de estos tiempos infaustos, ¡oiga usted!, lo que quiera el pueblo. No hay que cambiar la sociedad sino parecerse a ella. Algunos de estos líderes generalmente mediocres han conservado una cierta prudencia, como Felipe González, pero luego ha llegado la saga de los Hunos, el señor Zapatero y el caradura que nos gobierna ahora, que está dispuesto a socavar las bases morales del país y a apagar cualquier rescoldo todavía fértil para avivar la prosperidad.

El éxito de Vox es haber recogido el malestar generalizado entre mucha gente harta de la tiranía de la corrección política y deseosa de expresarse en libertad

Aceptar el mantra de que la sociedad española es de izquierdas es inaceptable. Equivale a darlo todo por perdido. El éxito de Vox es haber recogido el malestar generalizado entre mucha gente harta de la tiranía de la corrección política y deseosa de expresarse en libertad; gente que cree en la fortaleza innata de las personas cuando son puestas a prueba, no cuando su ímpetu se apaga con la subvención estatal y su servidumbre ciega al poder público a cambio de una obediencia sin límites. Si Casado se instala en la pequeñez y en el tacticismo gallináceo hay un espacio enorme para Vox, para un proyecto desinhibido de reducción del gasto público improductivo, de bajada de impuestos y de recuperación de la libertad económica, complementado con la batalla cultural en toda regla que solicitaba la defenestrada Cayetana y que constituye en los tiempos que corren una absoluta obligación ética.

Thatcher acabó a sangre y fuego, por convicción y con perseverancia, con el consenso socialdemócrata que se había instalado antinaturalmente en el Reino Unido, y todavía gran parte del mundo vive afortunadamente de sus réditos. España afronta un desafío hiperbólico ayuno de los referentes que podrían ayudar en esta ingente tarea, que son los empresarios y los ejecutivos, que desgraciadamente no piensan más allá de su cuenta de resultados y que han renunciado a cualquier clase del liderazgo moral que tanta falta hace.

Discriminación positiva

La semana pasada Ana Botín, la mayor banquera del país, dijo estar muy de acuerdo con el discurso de Sánchez, y que la reconstrucción económica debía de ser “sostenible” -en atención a la engañifa del cambio climático- y por supuesto “feminista”. No se me ocurre ningún líder empresarial del planeta capaz de afirmar estas cosas tan prescindibles e irrisorias. La señora Botín ha demostrado una inteligencia, una capacidad y una eficacia sin límites. Todo lo que tiene se lo ha ganado a pulso. Su padre, que en paz descanse, la sometió a una tortura y a un calvario que finalmente le han servido para llegar donde está por méritos propios. ¿Por qué ahora tenemos que soportar que nos escupa sus traumas de juventud? ¿Qué necesidad tiene de exhibir su progresismo pueril? En España la mujer goza de una discriminación positiva apabullante. El feminismo es un insulto a la inteligencia de tantas mujeres valiosas que no necesitan de la cuota para demostrar su potencia y su capacidad para crear valor. El feminismo recalcitrante es un cáncer letal, y que a él se adhiera la primera banquera de la nación, con la que está cayendo, roza la frivolidad más absoluta. Sería mucho más provechoso que nos contase cómo se puede sobrevivir en un río plagado de cocodrilos, donde ha cosechado un gran éxito.

Thatcher fue la primera mujer que llegó al poder en un país grande, arrostrando todas las dificultades imaginables. Nunca tuvo el respaldo de sus coetáneas porque daba la incómoda casualidad de que era de derechas, pecado capital. Pero jamás se declaró feminista ni hizo mención alguna a su condición genética. La trayectoria de Botín, llena de tropiezos y de combates épicos, no ha sido muy diferente a la de Thatcher, pero da la terrible sensación de que no ha aprendido nada trascendental, o, peor aún, de que ni quiere ni tampoco nos tiene nada que enseñar.

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