Quedan menos de nueve meses para que el Reino Unido abandone formalmente la Unión Europea. Espiritualmente lo hizo hace dos años y en la práctica ya ha comenzado la salida de empresas hacia distintos puntos de la Unión. La mayor parte son del sector financiero y casi todas han escogido Fráncfort, que es el primer parqué bursátil europeo después de Londres y alberga la sede del BCE. Algunas, eso sí, han recalado en Madrid, ya sea con una oficina principal o con departamentos.
Pero si las empresas que podían verse afectadas han sido previsoras, no puede decirse lo mismo del Gobierno de Theresa May, que lleva casi dos años dando palos de ciego, oscilando entre alardes de fatuo patriotismo y la resignación del que sabe que se ha metido en un buen lío.
Michel Barnier, el negociador comunitario asiste incrédulo al espectáculo desde el continente. Los miembros del gabinete May se tiran los trastos a la cabeza con tal violencia que los golpes se oyen hasta en Bruselas. El 10 de Downing Street es una olla a presión que estalló la semana pasada lejos de allí, en Chequers, la quinta veraniega del primer ministro en Buckinghamshire. May citó a todos sus ministros para una reunión maratoniana, les obligó a dejar el teléfono móvil en el recibidor y les puso sobre la mesa el plan definitivo.
Una suerte de soft Brexit que, como todos los compromisos tomados in extremis, no contenta a nadie. Ni a los que querían permanecer en la UE, que pugnan por la convocatoria de un segundo referéndum, ni a los brexiteers de la línea dura, que aspiran a un divorcio por lo contencioso. May lleva desde que ganó las elecciones del año pasado jugando con ambos.
Como todos los compromisos tomados in extremis, el ‘soft Brexit’ no contenta a nadie, ni a los que querían permanecer en la UE ni a los brexiteers de la línea dura
A los partidarios del portazo les prometió salir de la unión aduanera, del mercado único y de la jurisdicción de la UE. Les prometió también recuperar la política arancelaria y el control de las fronteras. Demasiadas promesas que no estaba en su mano cumplir tal y como comprobaron el viernes pasado cuando les colocó el documento final a la firma. O eso o la dimisión, camino que ya han tomado David Davis el negociador jefe del Brexit y Boris Johnson, ministro de Exteriores.
A Davis y a Johnson no les quedaban muchas más salidas honrosas una vez hecho público el contenido del plan. El Reino Unido saldrá de la unión aduanera, pero volverá a entrar en ella bajo una complicada fórmula burocrática que abocará a la Hacienda británica a fijar una amplia gama de aranceles idénticos a los comunitarios y, lo que es peor aún, a recaudarlos.
Estará fuera pero a la vez dentro, una paradoja que liquida una de las grandes ventajas del Brexit: la de contar con una política aduanera propia y poder competir con ella. Con la salida del mercado único sucede algo similar. May propone que el Reino Unido salga, pero sólo a medias. Tras el Brexit no habría libre circulación de personas, pero sí de mercancías.
Esto, que aparentemente parece una jugada maestra si terminan aceptándolo en Bruselas, no lo es tanto si tenemos en cuenta que uno de los motores del Brexit fue escapar del cepo regulatorio de la Unión Europea. Desde marzo Londres no podrá intervenir en ese cepo ya que estará fuera de los centros de decisión. Lo mismo es aplicable a la pretensión de ponerse fuera de la jurisdicción comunitaria. En un mercado único de bienes el arbitraje será común o simplemente no habrá mercado único de bienes.
La razón última de la dimisión de Davis es que el Brexit será algo cosmético, y para todo lo malo el Reino Unido seguirá en la Unión. Está en lo cierto
De este modo el Brexit soñado durante la campaña del referéndum se diluye en un tazón de realidad. Las cuatro libertades fundamentales de la UE: la libre circulación de bienes, personas, servicios y capitales se mantienen o se caen juntas. No queda mucho espacio para caminos intermedios.
Les quedaría tan sólo la facultad de llevar a cabo una política comercial propia, llegar a acuerdos de libre comercio con otros países como Estados Unidos o China. Lo podrían hacer sí, pero sólo si estos tratados cumplen con la normativa europea. Una nueva trampa de la que no se puede escapar. Si se accede al mercado comunitario se ha de pagar un peaje.
No era esto, se dicen muchos en Londres ahora mesándose los cabellos. La razón última de la dimisión de Davis, consignada en su carta de renuncia, es que el Brexit será algo cosmético, meramente declarativo, pero para todo lo malo el Reino Unido seguirá en la Unión. Está en lo cierto. Pero a May no le quedan muchas más opciones. Sabe que pelea en dos frentes. Uno externo, el europeo, que se limita a observar plácidamente desde la distancia cómo la primera ministra se desangra en el frente interno, la guerra civil que estalló entre los tories a raíz del Brexit y que, lejos de amainar, se intensifica conforme pasan los meses.
La Unión Europea esperará hasta octubre a que se aclaren. Luego pasará a la ofensiva y pondrá sus condiciones. Todos saben que serán lentejas. A May no le quedará más que comérselas o estampar a Barnier el plato en la cara y abandonar la UE sin acuerdo. Dos salidas y las dos malas. Nada de lo que sorprenderse, lo que mal empieza peor acaba.
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