Cuando la primera ministra Theresa May fijó unilateralmente la fecha del 29 de Marzo de 2019 para la retirada del Reino Unido de la Unión Europea como herramienta de presión sobre Bruselas y sobre su propio Parlamento para cerrar un acuerdo de salida favorable a su país y conseguir un éxito político que reforzase su liderazgo y le garantizase la reelección, calculó mal su margen de maniobra, tanto interno como externo. Quizá olvidó que el 50% de las exportaciones británicas van a la UE mientras tan sólo un 10% de las comunitarias atraviesan el Canal de la Mancha. Tampoco parece que tuviera en cuenta el enorme volumen de negocio financiero que huiría de la City de Londres para recalar en Frankfurt, en Dublín o en Luxemburgo ni la trascendencia de mantener abierta la frontera entre la dos Irlandas para preservar un acuerdo de paz que tanto costó conseguir. Otros factores que la inquilina del 10 de Downing Street no evaluó adecuadamente fueron la dureza del equipo negociador encabezado por Michel Barnier y que su parte era la más débil de las dos sentadas a la mesa. Resulta asimismo extraño que se lanzase a poner una fecha límite al 'brexit' sin saber cómo reaccionarían los restantes Estados Miembros y la Cámara de los Comunes a lo largo del proceso ni hasta qué punto los aspirantes a su puesto en el Partido Conservador, por no hablar del jefe de la oposición laborista, aprovecharían su vulnerabilidad a lo largo de los últimos meses para intentar moverle el sillón.
Al final ha pasado lo que era de esperar, el Gobierno de su Graciosa Majestad ha tenido que pasar por la humillación de olvidarse del 29 de marzo y pedir una prórroga al Consejo Europeo, que éste le ha concedido hasta el 12 de abril, con la sonrisa satisfecha del pescador que afloja el sedal para que la presa se siga debatiendo hasta agotarse antes de ser extraída del agua con un triunfal tirón definitivo. Aunque en principio quedan muchas incertidumbres por despejar, la renuncia a una decisión que se había presentado solemnemente como inamovible marca un antes y un después de este endiablado embrollo. El espectáculo de la impotencia de los diputados en Westminster para alcanzar un acuerdo, rechazando una tras otra todas las posibilidades, el 'brexit' a las bravas, el acuerdo pactado por May con la UE, la fórmula Canadá plus, el modelo noruego, el segundo referéndum, ha puesto en evidencia que los políticos británicos son incapaces de encontrar una manera viable de materializar el nefasto resultado del plebiscito de junio de 2016. Ni siquiera el ofrecimiento de su cabeza a cambio de un voto favorable al 'brexit' pactado con Barnier ha sido suficiente para doblegar al ala dura de los tories y a los unionistas norirlandeses.
Al pueblo británico se le hará patente lo que le habían ocultado, que no hay una forma indolora de abandonar la UE y que es imposible gozar de plena soberanía
Por consiguiente, el camino que a partir de ahora seguirá el Reino Unido con una muy alta probabilidad será el de solicitar otra extensión, esta vez mucho más larga, del período negociador, participar en las elecciones europeas y a continuación dejar que el ritmo de los acontecimientos se ralentice con el examen sucesivo de distintas modalidades para la futura relación con la UE. En este dilatado transcurso de conversaciones, al pueblo británico se le hará patente lo que le habían ocultado, que no hay una forma indolora de abandonar la UE y que es imposible gozar de plena soberanía y simultáneamente poder competir con éxito en una economía globalizada. Las experiencias noruega y suiza han demostrado que las medias tintas de estar, pero no estar, de aceptar el acervo comunitario sin participar en su elaboración y adopción, no resultan demasiado ventajosas. Una vez consolidado este convencimiento, bien sea con un cambio de Gobierno, con la convocatoria de elecciones o con una nueva consulta, el artículo 50 del Tratado será desactivado y los súbditos de Isabel II habrán quedado escaldados y volverán contritos al redil europeo.
Un efecto colateral interesante del fracaso de un 'brexit' trufado de mentiras y falsas ilusiones será sin duda el enfriamiento de los ardores euroescépticos de determinadas fuerzas políticas que venían jugando con fuego para obtener fáciles réditos electorales cultivando un nacionalismo emocional e irreflexivo. Una cosa es proponer reformas en el funcionamiento de la máquina comunitaria, con menos intervencionismo de Bruselas sobre demasiadas cuestiones, y otra es poner en peligro logros extraordinarios como la fortaleza del euro o los inmensos beneficios que proporciona el mercado único. La Comisión Europea, por su parte, habrá aprendido que el afán desmedido de regularlo y armonizarlo todo puede desembocar en el hartazgo de los ciudadanos, que aprecian los beneficios de la paz y la prosperidad que les ofrece la Unión, pero que no quieren que una burocracia no elegida les imponga, por ejemplo, el número y la procedencia de los inmigrantes que han de alojar en su territorio.
La Unión Europea ha sobrevivido a unas cuantas crisis a lo largo de sus setenta años de historia y en cada una de ellas ha templado sus instituciones y mejorado sus políticas. El 'brexit' ha sido una prueba especialmente dura, que todavía no está del todo resuelta, pero si acaba bien, nos hará valorar más lo ya conseguido, a la vez que más sabios y más prudentes.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación