En 1974 era una posibilidad más que cierta que el franquismo no sobreviviría a Franco. Arias Navarro -un desastre sin paliativos, sí- y Pío Cabanillas indignaron a los inmovilistas del régimen con un discurso que aventuraba una magra apertura. En respuesta, Girón de Velasco publicó en el diario Arriba un artículo alertando sobre los “falsos liberales” y las “sectas” confabuladas contra el pueblo, que harían retroceder a los españoles a tiempos oscuros.
A esto le siguieron manifestaciones con pancartas y bocadillo, con gente en autobuses fletados por aquellos que veían que un cambio de régimen era el fin de su posición privilegiada. Era el búnker, esa resistencia populachera de activistas profesionales, regada con fondos públicos, aireada por el coro de la prensa del Movimiento, y orquestada por quienes creían que la victoria en 1939 legitimaba para siempre su poder.
La imagen de las izquierdas convocadas un martes a las 12:00 frente al Parlamento andaluz, bocadillo en ristre, animados por una coreografía tan mejorable como violenta -”Bonilla, escucha, seguimos en la lucha” o ”Saquen sus doctrinas de nuestras vaginas”-, con su Sindicato Vertical a paso lento, seguida por la prensa de cría aviar que recogía los gritos de “fascistas” y los posados robados de líderes socialistas, recuerda al búnker franquista. El paralelismo lo remató Verónica Pérez, secretaria general del PSOE sevillano: “Ahora más que nunca tenemos que salir a la calle ante el riesgo de involución”. Es una frase que hubiera firmado un instructor de la OJE en 1974.
Es dañino alimentar la desafección hacia las instituciones como modo de recobrar los votos; es una muestra de debilidad y de irresponsabilidad
La cara de los cargos socialistas en estas dos jornadas se ha parecido a esas instantáneas recogidas en la Plaza de Oriente a principios de los setenta, en aquellas concentraciones “patrióticas” del pueblo que convocaba Girón contra el miedo que suponía el cambio. La mitad eran cargos públicos, mientras que otros eran meros fanáticos que creían que ellos eran la auténtica España y que poseían la legitimidad y la verdad indiscutibles. Era lógico: durante 37 años su posición dependió de identificarse con el discurso oficial.
Mientras los coaligados para el nuevo Gobierno en Andalucía han hablado en la investidura de diálogo, moderación y regeneración, los perdedores, en la calle y desde sus escaños, llamaban a no aceptar las urnas. La democracia es una creencia, sí, pero también una práctica. Son las costumbres públicas las que convierten un sistema en democrático. Resulta falso y dañino el alimentar la desafección hacia las instituciones como modo de recobrar los votos. Es una muestra de debilidad y de irresponsabilidad.
La nostalgia agresiva no corresponde con la actitud de un partido de gobierno en una democracia. La calle no sustituye a las elecciones, ni las asambleas a las instituciones, ni la demagogia a las leyes. La legitimidad no se gana en un concurso de decibelios ni de performances. Los tiempos de hundir otro Prestige, como sugirió Antonio Miguel Carmona, del casi extinto PSOE madrileño, cuando acosaban al PP de Aznar en las calles, deberían haber pasado.
La podemización del PSOE parece así completarse. Los sanchistas han decidido recuperar el voto por su izquierda, absorber a un Podemos muy disminuido y agotado. En un sistema de partidos tan dividido como estará el español ya no se buscan mayorías absolutas monocolor, sino tener la minoría mayoritaria, llegar a los 120 diputados. Esa posición la pueden conseguir los socialistas solo si Podemos se desangra. A partir de ahí, toca pactar con cualquiera, como ahora, ya sea ERC o Ciudadanos. Y eso es a lo que aspira el PSOE de Sánchez.
Para la izquierda, la aparición de VOX, como la de los “liberales” para Girón, es en realidad una bendición: los inmovilistas ya tienen a su enemigo redivivo
La apuesta táctica que debe acompañar a dicho plan es la propia del búnker: resistir al cambio en la calle, con los medios afines repitiendo eslóganes y engordando el número de manifestantes, y alertando del próximo apocalipsis. La aparición de VOX, como la de los “liberales” para Girón, es en realidad para ellos una bendición: los inmovilistas ya tienen a su enemigo redivivo, útil para encarnar el peligro de “traición” al régimen, el riesgo de involución, esa matraca que sirve para ocultar las carencias ideológicas y la parálisis de un dogma.
Cuando el búnker perdió en las instituciones, incluso en las urnas con el referéndum de 1976, adoptaron la estrategia de la tensión. Afortunadamente, su retórica estrafalaria, similar a la de Susana Díaz comparando el terrorismo de ETA con el “terrorismo machista”, no funcionó. Los inmovilistas quisieron que los españoles creyeran que la democracia liberal, el cambio, era sinónimo de desorden y pérdida de valores. Ahora, las izquierdas sueltan que el nuevo Gobierno andaluz va a suponer el fin de la democracia, a la que identifican, cómo no, con su doctrina partidista, la imposición de su verdad, y el disfrute exclusivo del poder. Aquella vieja estrategia de la tensión se saldó desgraciadamente con violencia real. Espero que el PSOE lo recuerde.
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