Es un lugar común -con pocas afortunadas excepciones- de la política y los medios de comunicación considerar el gasto público como algo necesariamente bueno y como tal todo aumento del mismo, tanto agregado como particularizado, es bien visto; mientras que lo contrario se desprecia.
Para los socialistas de todos los partidos cualquier contención o reducción del gasto público -incluidos los más evidentes despilfarros- es un anatema y la palabra eficiencia la ignoran o la repudian. En política, lo que “da categoría” es gastar, sin más; la financiación del gasto, su utilidad relativa y la eficiencia de su uso les “importa un comino”.
Ni que decir tiene que si quienes crean riqueza –de la que se extrae el gasto público-, es decir los empresarios, se comportaran de igual manera que los políticos socialistas de todos los partidos cualquier país se arruinaría; cosa que sucede con frecuencia y salta a la vista, convirtiéndose así en estados fallidos.
Los más solventes historiadores de la economía mundial, con nuestro Gabriel Tortella a la cabeza, concuerdan con el hecho histórico del triunfo de la socialdemocracia y sus consecuencias. Habiendo conseguido realizar todos sus sueños políticos, el socialismo democrático ha pagado un precio tan alto en cuanto a la financiación del gasto público -imposición fiscal y deuda pública al limite– que ya no puede llegar más lejos.
Asumiendo el lugar común del pensamiento económico serio sobre los límites y posibilidades de supervivencia del estado de bienestar dos muy dotados y perspicaces ensayistas –director y editor de The Economist-, John Micklethwait y Adrian Woolldridge, publicaron un libro titulado La cuarta revolución (2014) como sucesora de la tercera: la invención del moderno estado de bienestar. Para los autores, ante la evidencia de la imposibilidad del sostenimiento del mismo, debido a tres factores incuestionables: deuda publica insostenible, envejecimiento y rendimientos decrecientes de la función pública, no hay mas remedio que afrontar una nueva revolución institucional para evitar:
- Un crecimiento insostenible del estado que, además, reduce gradualmente la libertad.
- Los grupos de presión que se ven favorecidos por un estado en expansión.
- Que el estado haga promesas que no puede cumplir.
Atestiguando sus razonamientos, los autores señalan que su cuarta revolución ya ha sido ensayada con éxito en Suecia, aunque aún está lejos de recuperar su nivel relativo previo a la crisis de su estado de bienestar. ¿Qué reformas han hecho los suecos?. Veamos algunas.
- Disciplina fiscal y deuda pública muy contenida.
- Externalización privada de la gestión del gasto público.
- Privatización y libre competencia en sanidad y educación.
- La competencia público–privada en la provisión de servicios públicamente financiados, ha dinamizado la economía y exportado con éxito sus experiencias.
- Generalización del vale estatal con la provisión privada de los servicios.
- Sistema de pensiones autofinanciado sin posibilidad de recurso a déficit financiables por la nuevas generaciones.
- La función pública -salvo los jueces- no tiene más derechos laborales que los demás trabajadores.
- Las percepciones por desempleo están limitadas y descienden en el tiempo, hasta alcanzar un tercio de las mismas asociado al cumplimiento de tareas sociales y, en caso de incumplimiento, se pierde el derecho.
Las reformas suecas se pueden resumir en dos grandes principios: el estado no gasta lo que no ingresa sin ahogar la actividad económica y la eficiencia del gasto público –reforzada con la privatización de su gestión- ha devenido eje de la labor del gobierno.
Todo indica que con España al borde del precipicio de su estado del bienestar, estamos en unas pésimas manos para imitar a Suecia
¿Alguien ha escuchado en el actual Gobierno otro mensaje que seguir incurriendo en déficit fiscales, acrecentando una deuda publica ya insostenible, despilfarrando el gasto y despreciando su gestión privada? ¿Habrán sentido curiosidad por lo sucedido en Suecia? Todo indica que con España al borde del precipicio de su estado del bienestar, estamos en unas pésimas manos para imitar a Suecia.
Con la excusa de los criterios más laxos en cuanto a disciplina fiscal de la UE con motivo de la covid, el Gobierno responsable de un descontrol presupuestario sin fin sigue acrecentando la deuda pública hasta niveles -como % del PIB- nunca vistos desde el año 1902. Solo la pertenencia al sistema monetario del euro está evitando que España haya devenido un estado fallido.
Nuestros progresistas, incapaces de sentir -como debieran- pánico al precipicio en el que está situado el sector público, siguen envalentonados defendiendo sus gastos y menospreciando la eficiencia de la gestión: hacer más y mejor cosas con menos recursos.
España necesita con urgencia una cura de responsabilidad política en el manejo de los recursos públicos siguiendo las descritas buenas prácticas suecas, amén de:
- Practicar el presupuesto base cero: no ejecutar gasto público alguno sin verificar previamente su razón de ser previa y examinar, de ser necesario, su dotación que solo muy excepcionalmente debería aumentar.
- Revisión a la baja, cuando no suspensión, de todo tipo de subvenciones; a los medios públicos de comunicación, a partidos políticos ( salvo a campañas electorales, muy tasadas), sindicatos, organizaciones empresariales, ONG´s y de cualquier tipo.
- Tratar con generosidad fiscal el mecenazgo de la sociedad civil.
- Revisar a fondo situaciones tan disparatadas e injustas como un sistema sanitario excelente con bajos salarios y un pésimo sistema educativo con muy elevadas remuneraciones.
O los políticos socialistas y la sociedad española que le vota se reforman: olvidando sus enfermizas apelaciones al incremento indiscriminado del gasto público y comenzando a interesarse por la oportunidad y eficiencia del mismo, vigilando el desempeño económico del Gobierno o, como ya sucediera gobernando Zapatero, se nos impondrán desde fuera soluciones más drásticas y mucho peores… que aún estamos pagando.
La indiscriminada generosidad del Banco Central Europeo financiando nuestro despilfarro a costa de la austeridad y seriedad de los países ajenos a nuestras prácticas tercermundistas no va a durar siempre. Claro que para interesarse por este razonamiento haría falta pensar a medio plazo y por el bien de España; nada más ajeno a la visión y los intereses personales de quienes nos gobiernan.
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