Una de las señas de identidad de las grandes democracias es el nivel de protección que estas otorgan a los derechos individuales. La robustez de las garantías que personas físicas y jurídicas tienen a su alcance frente a las acusaciones de los poderes públicos, por muy justificadas que sean aquellas y legítimos estos, forman parte del núcleo central de un acreditado sistema de libertades. Estos principios son aplicables a cualquier ciudadano, pero como es lógico cobran especial importancia en los casos de personas acusadas de la comisión de graves delitos que pueden derivar en severas condenas.
Cierto que se han producido casos bochornosos, incompatibles con una justicia eficaz y equitativa. Incluso persisten en algunos ámbitos judiciales prácticas difícilmente compatibles con una visión mesurada de la legítima coerción que la sociedad tiene delegada en la Administración de Justicia. Una de esas prácticas, sin duda la más escandalosa a la vista de su reiteración y algún reciente ejemplo escasamente edificante, es el abuso que algunos tribunales hacen de la prisión preventiva.
Pero evidenciadas las excepciones, lo que a continuación debe añadirse, para tener un cuadro completo, es la general fortaleza y credibilidad de nuestro sistema judicial. Los organismos internacionales que miden la calidad de las democracias sitúan a España entre los países que cumplen sobradamente con los estándares más exigentes de protección de los derechos fundamentales. Vender por tanto la imagen de una Justicia parcial y entregada de hoz y coz al poder político, como viene haciendo sistemáticamente el secesionismo catalán, es un ejercicio tan desleal como inútil.
Es precisamente el juicio que se sigue en el Tribunal Supremo contra los líderes independentistas el mejor ejemplo de la desmesura de tales acusaciones
Es precisamente el juicio que se sigue en el Tribunal Supremo contra los líderes independentistas el mejor ejemplo de la desmesura de tales acusaciones. Y ha sido la decisión final del Tribunal Constitucional, rechazando los recursos presentados por PP y Ciudadanos contra la candidatura a las elecciones europeas de Carles Puigdemont y otros responsables políticos fugados, la palmaria demostración de que en España las leyes se aplican pese a quien pese, incluso si los principales perjudicados son el sentido común y el del ridículo.
Que el acceso al sufragio pasivo sea “un derecho fundamental que la Constitución reconoce a todos los ciudadanos españoles”, tal como subraya el Supremo en el escrito de contestación a los juzgados de lo Contencioso, es sin duda un principio esencial a la vista de la jurisprudencia y de las leyes vigentes, pero lo que no puede convertirse es en inamovible. Disponer uniformemente de la ley con personas y circunstancias que nada tienen en común, es una de las formas más arbitrarias de impartir justicia. Aplicar la norma con el mismo grado de protección de los derechos fundamentales a quien acepta el Estado de Derecho y a quien lo desprecia, es una burla intolerable para cualquier democracia que de tal nombre se precie.
No hay la menor duda de cuál será el final de esta historia: Puigdemont no recogerá en Madrid su acta de diputado europeo; seguirá en su cómodo retiro belga, que pagamos todos los españoles. Pero si creíamos que soportar esta insólita situación, si pensábamos que ya era suficiente escarnio el hasta ahora provocado por un golpista insolidario y cobarde, la Justicia española nos acaba de demostrar que todo es susceptible de empeorar.
Como han denunciado los líderes de la oposición, es una vergüenza que la legislación nacional, al contrario que las de otros países europeos, permita que un huido de la justicia pueda presentarse a unos comicios. Es sencillamente un intolerable fraude de ley que urge corregir.
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