Acabo de oír, en el telediario de Antena3, una noticia que me ha hecho saltar las pajarillas del corazón: la esposa de un arriero jubilado, que vivía tranquilamente en una pedanía de Jerez, ha obtenido en la Bonoloto más de un millón cien mil euros. Pero eso, con ser muy relevante, no es el punto que deseo destacar. Lo que me ha llenado de gozo es otra cosa: el uso que el marido piensa hacer con parte del premio. Porque, cuando surge una feliz carambola como ésta, y se sabe quiénes son los agraciados (algo que no suele suceder), aparece una guapa reportera que se acerca, micrófono en mano, a preguntar a los felices ganadores qué destino piensan dar a sus dineros. Y eso es lo que ha pasado. A preguntas de la corresponsal, “La Tani” (así llaman a doña Sebastiana sus vecinos) se inclinó por los temas habituales: remiendos en la casa, ayuda a la familia, algún modesto caprichillo. En fin, lo de siempre. Pero el marido, seguro y contundente, fue derecho al grano: lo suyo será comprarse un burro. Ése es el capricho que se piensa dar. “¿Un coche, ha dicho usted? No me gustan los coches. Ni siquiera sé cómo es el mío”, dijo con la firme convicción de quien sabe lo que quiere. Y es que donde se ponga un buen pollino, añado yo, que se quiten los lujosos prototipos que hacen ruido y contaminan.
Amigo, qué bien le comprende este veterano embajador. También yo aprendí a montar en burro antes de subirme a lo que una anciana de mi pueblo, que conocí cuando chiquillo, llamaba “los malditos corre-corre”. Ella –Dios la tenga en su santa gloria-, fue todas las mañanas al hortal montada en la borrica, como habían hecho su madre y su abuela tiempo atrás, y jamás se metió en un automóvil para dirigirse a parte alguna. Para eso tenía su pollina.
He conocido estos bravos, sufridos y pacientes animales desde niño. Entonces abundaban en los pueblos, y los había de todo tipo, fuerza y condición. El “Zapatones” (en algún libro mío hablo de él) era un garañón recio y poderoso, capaz de trapalear por trochas embarradas con cuatro costales de candeal encima de los lomos. Su compañero de recua, el “Valeroso”, no enseñaba tanta fuerza, pero lo suplía con un temple y un rigor que muy pocos igualaban. Los dos traían molienda para una aceña plantada en el río Guadalimar, corazón de la Sierra de Segura, donde entonces había varios molinos harineros. Y los burros aportaban la molienda necesaria para que los empiedros trabajasen noche y día, con el cereal recién trillado.
Acercar a su dueño al pueblo vecino o a un cortijo que no estuviera lejos, con paquetes livianos, una carta o un recado urgente, en tiempos en que el teléfono no existía
El tercero de mis viejos conocidos era el “Carmona”, que hacía menudos y variados apaños por el pueblo: traer agua de una famosa fuente, con unas aguaderas preparadas para cuatro cántaras lorqueñas; bajar del monte cándalos y ramas no de mucho peso, que él no andaba de fuerzas muy sobrado; o acercar a su dueño al pueblo vecino o a un cortijo que no estuviera lejos, con paquetes livianos, una carta o un recado urgente, en tiempos en que el teléfono no existía en aquellas latitudes. Su destreza, sin embargo, alcanzaba muy altos niveles en otro menester: si le daba el tufo de una burra en celo, aunque estuviera a medio kilómetro, salía dando corcovos a campo través en busca de ella, esturreando por el campo el cargamento que llevase encima de la albarda. Su amo, un gitano ya mayor, no lo podía sujetar con el ronzal. “Este pregonao me va a buscar la ruina”, solía decir; y no le faltaba razón. Pero el “Carmona” era de esa fibra: como husmease en la distancia una borriquilla sandunguera en condiciones, ya podía darse por montada.
El burro está presente en las más brillantes páginas de la literatura. A mí me conmueve en especial el pasaje del Quijote en el que Sancho vuelve a encontrarse con su “Rucio”, que le había robado Ginés de Pasamonte. Todos los ilustradores de nuestro Libro Rey se han esmerado en reproducir sobre el papel lo que los especialistas –particularmente el gran Francisco Rico- consideran una de sus más cautivadoras páginas, que Cervantes redacta en estos términos: “Sancho se llegó a su Rucio, y abrazándole le dijo: ¿Cómo has estado, bien mío, Rucio de mis ojos, compañero mío? Y en esto lo besaba y acariciaba como si fuera persona”. No se puede describir mejor tan entrañable escena. Porque, para Sancho, el Rucio era eso: su compañero.
El 'Platero' de Juan Ramón
El otro famoso borriquillo de las letras españolas es el “Platero” de Juan Ramón Jiménez. De niño me aprendí de memoria las primeras palabras de la obra, que el poeta escribió hace ya más de cien años. Son éstas: “Platero es pequeño, peludo y suave; tan blando por fuera, que diría todo de algodón, que no lleva huesos. Solo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro”. Así comienza el libro, traducido a todos los idiomas, que valió a Juan Ramón el premio Nobel. Aquí estamos ante otro tipo de animal, cuya andadura ocupa un lugar muy singular en nuestra prosa poética; pero no se trata de un peluche con el que juega el escritor. Es otra cosa: el testigo de una gran pintura al fresco, española y andaluza, de hace ya más de cien años.
¿Por cuál de estos modelos se inclinará el señor Cabeza, agraciado con el millón largo de euros que acaba de ganar? Estoy seguro que no será por un “Platero”, sino por otro de los bravos burros de carga, como el “Valeroso” o “Zapatones”, semejante a los que compartieron con él las duras disciplinas del camino. Y lo traerá a su casa para que le ayude a recordar sus años mozos. Y para que le haga compañía.
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