Fui durante un tiempo un apasionado abonado a los ciclos isidriles de Las Ventas. Con mi amigo Alfonso Sánchez, y siempre con la antena puesta para escuchar cómo sentenciaban los aficionados más veteranos al final de una faena, fuimos aprendiendo los secretos y misterios de un arte tan fugaz y efímero como hondo y verdadero. Después, convencido de que toreros y empresarios querían convertirla en un circo, llegó el desapego y el desdén. En el coso madrileño vi torear a Julio Robles y a Curro Romero; a Roberto Domínguez y César Rincón; a Curro Vázquez y Rafael de Paula, y también a Joselito y a Paquito Esplá. Con esto que escribo, sólo confirmo la verdad: que aquellos tiempos eran mejores que estos. Los toreros se ganaban con aplomo el título de maestros y les costaba Dios y ayuda llenar la espuerta de billetes para comprar una finca. Tempus fugit.
Hay quien no lo que quiere recordar, pero desde el tendido del tres veía todos los días de abono si estaban en su sitio los dos ministros de Felipe González más aficionados, José Luis Corcuera y Enrique Mújica, el de Interior y el de Justicia. Los dos iban a la plaza a disfrutar y a escuchar los dicterios del respetable. Aguantaban con deportividad los dos, y al día siguiente allí estaban otra vez. Pensar que volveremos a ver a un ministro socialista en el callejón es creer que la lógica y el sentido común llegará nuevamente a ese partido al que Sánchez le ha borrado el nombre. Ahora se esconden. Albert Rivera fue gran aficionado hasta que los demoscópicos le dijeron que eso de los toros quitaba votos. Y se acabó. Se olvidó de la tauromaquia para siempre. Y la tauromaquia de él, claro.
Y a la tercera, y después de que el tendido 7 le aplaudiera, sentenciaba: "¡Un gato, lo que hay en el albero es un gato!"
Por los tiempos que rememoro, tenía asiento en la grada del 7 Salvador Valverde Parra, un entendido que además era ganadero. Salva se hizo muy popular porque tenía una voz de trueno por la que se escuchaban sentencias, diatribas y soflamas, algunas con la calidad propia de un aforismo de Juan Ramón Jiménez. Pongamos que Curro Romero hacía que toreaba y que le aplaudían los tendidos “ricos” del 9 y el 1. Entonces Salva se descomponía viendo como un público analfabeto y de circunstancias aplaudía las evoluciones de un animal manso y sin trapío. "¡Y el perfume, pero qué aplaude el perfume!" Entonces, el gran aficionado que era se levantaba de su asiento, y como si fuera el presidente Azaña preparándose para un mitin en Las Ventas, decía: "¡Eso es una sardina!" A los dos minutos Salva volvía: "¡Eso es no un de toro, es una fotocopia!" Y a la tercera, y después de que el tendido 7 le aplaudiera, sentenciaba: "¡Un gato, lo que hay en el albero es un gato!" A continuación, y cada vez que el animalillo hacía por ir al capote de Curro Romero, el diestro de Camas escuchaba: "¡Miau!" Como volviera el burel a la pañosa, el respetable animadísimo volvía a sentenciar: "¡Miau!"
Torear así era imposible, pero Salva y el público que le seguía no eran culpables. Los responsables estaban en el callejón, debajo de la barrera, y eran los apoderados sin escrúpulos y los ganaderos sin casta. Y por eso Salva volvía a levantar su gran humanidad del asiento y dirigiéndose al palco y a los asientos donde estaban los ministros sentenciaba: "¿Y la autoridad? ¿A quién defiende la autoridad?"
Los españoles nos parecemos mucho a esos animales para picar que son los caballos lusitanos y las yeguas percheronas que, por dóciles y fuertes, reciben golpes, tunda, zurra y leña sin saber de dónde les viene
Del repertorio del añorado Salva he encontrado fundamento para esto que ahora está leyendo. Sin pretender uno emular a los artistas que vieron en la lidia argumentos e imágenes para el relato literario y político, encontraba yo cierta similitud en la forma en que el caballo, por el trato que recibía y sigue recibiendo, pudiera encarnar la figura deshilachada y triste del pueblo español. Antes, y ahora muy especialmente.
A seis días para las elecciones, los españoles nos parecemos mucho a esos animales para picar que son los caballos lusitanos y las yeguas percheronas que, por dóciles y fuertes, reciben golpes, tunda, zurra y leña sin saber de dónde les viene semejante meneo. Y no lo saben porque, en contra del reglamento, salen sordos y ciegos. Los caballos llevan tapados los dos ojos, de modo que no saben a lo que se enfrentan. Y llevan las orejas llenas de papel de periódico, con lo que no identifican qué bestia los acomete. El reglamento, como pasa el Congreso de la señora Batet, es lo de menos.
Sordos y ciegos hemos de estar para dar pábulo de democracia moderna a un sistema que lleva pervirtiendo las cosas sin que el respetable proteste. Dicen que es democracia, pero sólo lo parece. Sánchez anuncia en un mitin ropa vieja que ya ha aprobado el Gobierno, y la gente aplaude. Luego, cambia las tornas y el Consejo de ministros se transforma en mitin. No pasa nada. Después insulta a los viejos cuando les anuncia entradas al cine los martes, cuando ya casi no quedan cines y menos que abran los martes. Pero la gente aplaude. Promete miles y miles de viviendas sin tener las competencias. Y la gente aplaude. Se niega a decir la verdad sobre si seguirá de tratos con Bildu. En realidad, lo está diciendo cada vez que responde con un silencio. Pero el público sordo y ciego vuelve a aplaudir.
En mi tierra, en Castilla La Mancha, el PP presenta a un diletante que ha estado cobrando cientos de kilómetros de gasolina cuando en realidad no le correspondía
Una democracia tutelada por organismos del Estado en los que el Gobierno ha colocado a los suyos. Un Poder Judicial tocado y casi hundido por un PP que no cumple con su responsabilidad. Todo vale. En mi tierra, en Castilla La Mancha, el PP presenta a un diletante que ha estado cobrando cientos de kilómetros de gasolina cuando en realidad no le correspondía. Por ahí anda la criatura pidiendo el voto sin sonrojarse. Y el público, consentido y pastueño, aplaude y se dispone a votarlo. Pero, qué quiere usted, me dirán. En un Falcon 900 viaja otro que copió su tesis y va dando lecciones de democracia.
Sordo y ciego, y quizá drogado, salió el percherón una tarde que Rafael de Paula lidiaba toros de la ganadería de Sepúlveda. Los animales, justitos de presencia y motor, entraban dócilmente al caballo. Una vez que el varilarguero le tapó la salida y lo enceló en el peto, comenzó la escabechina. El toro entraba obediente, pero el picador marraba con la vara. Apretaba el bicho, pero el caballero no atinaba. Más agujeros que un colador. Y así, rectificando una y otra vez, y ya con el morrillo del animal echo una hamburguesa, el gran Salva se levantó de su sitio, miró a los tendidos y grito para que toda la plaza lo escuchara: "Y el caballo, ¿qué pensará el caballo?"
Sordo y ciego, golpeado y maltratado, por sus políticos, el caballo que es el pueblo va recibiendo zurra una y otra vez desde un simulacro de democracia mínima llena de defectos en el que las trampas se visten de estrategia y se tapa la corrupción. Veremos dentro de seis días hasta qué punto nos ha invadido la cualidad de un percherón. Estos días no hago más que preguntarme lo mismo una y otra vez mientras sorteo golpes en forma de mentiras y exageraciones. Y para el domingo que viene, ¿qué pensará el caballo?
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