La vida de Juan Español ha cambiado a peor. En el bar de la esquina, en el supermercado, en la gasolinera, en casa, con el recibo de la luz y el gas. Todo se ha vuelto más caro. La escalada del IPC en lo que va de año no deja de impresionar: 6,1% en enero, 7,6% en febrero y 9,8% en marzo, la más alta desde mayo de 1985, con Felipe en Moncloa y Boyer en Economía. Según Funcas, eso se traduce en una pérdida global del poder adquisitivo de los hogares de 16.700 millones, y ello siempre y cuando la curva empiece a ceder, que será peor en abril con seguridad, y consiga cerrar el año en un 6,8% de promedio. Frente a semejante realidad, la propaganda de Sánchez ofreciendo cataplasmas temporales con 6.000 millones (cifra equivalente al exceso de recaudación de Hacienda debida precisamente a la inflación) solo produce indiferencia cuando no desdén. Adiós al sueño de esa recuperación brillante que algunos auguraban antes de lo de Ucrania. Mejor guardar los ahorros de una vida, a los que ese 9,8% ha metido un buen bocado, en espera de tiempos mejores. Incertidumbre. Sobre la espuma de un Estado del Bienestar que aspiró a acompañar la vida del español medio desde la cuna a la tumba, flota ya el espectro de los cambios que no se hicieron a su hora, las reformas que se postergaron, las decisiones políticas que se tomaron mal, por meras razones ideológicas o de partido. Cuestan más los bienes y servicios que consumimos y valen menos nuestros ahorros. Todos vamos a ser más pobres, somos ya más pobres. Y no para un rato.
Más pobres individual y colectivamente, como el país de segundo orden que somos, capaz de renunciar a su industria para convertirse en un proveedor de servicios básicamente turísticos. Decisiones políticas mal tomadas. Toda economía desarrollada se asienta sobre una potente estructura productiva, cuya columna vertebral es una industria boyante capaz de competir a escala global. España carece de músculo industrial porque, por decisión política, todo se desmanteló y liquidó por cuatro perras, muchas veces llegadas de Bruselas como contrapartida. La reindustrialización del país, objetivo a perseguir por cualquier Gobierno preocupado por el futuro, descansa hoy más que nunca sobre un pilar fundamental llamado autosuficiencia energética. Cuando estos días nos acercamos con nuestro coche a una estación de servicio, comprobamos en nuestras carnes el error de una Unión Europea convertida en rehén del gas y del petróleo rusos, por no hablar del procedente de las satrapías del Oriente Medio. Y el error de un país, el nuestro, totalmente dependiente del exterior para su aprovisionamiento energético, fundamentalmente del gas de Argelia y de la energía eléctrica (de origen nuclear) de Francia. Aquí las nucleares están prohibidas y las que existen, amenazadas de cierre inminente. Hace décadas que nadie invierte un duro en prospección petrolífera en la península y sus costas, y otro tanto cabe decir del fracking en un país donde la izquierda ecotonta está acostumbrada a imponer su ley con la anuencia de los Gobiernos de izquierda y de derecha, y la indiferencia de una sociedad civil en Babia. De construir pantanos ni hablamos, porque es franquista.
España carece de músculo industrial porque, por decisión política, todo se desmanteló y liquidó por cuatro perras, muchas veces llegadas de Bruselas como contrapartida
El resultado es que ya somos un país de segundo nivel, sumido en la tormenta perfecta de una crisis multisecuencial, que no deja de perder posiciones en los rankings internacionales que miden el nivel de vida de sus gentes. El PIB per cápita español en 2021 (25.410 euros) es idéntico al de 2004. El de Irlanda, una isla que hace décadas solo producía patatas, fue en 2021 de 83.990 euros. Pero, claro está, somos un país que ha sido capaz de elegir a un presidente como Zapatero, a otro como Rajoy y a un tercero, tres eran tres, como el profundamente ignorante y ególatra Sánchez, un tipo capaz de, por su cuenta y riesgo, tomar una decisión como la del Sáhara poniendo en grave riesgo el suministro del gas argelino. Un país que ha despilfarrado las capacidades que en materia de energía nuclear atesoraba, pero que está obligado a volver sobre una fuente fundamental en la composición de nuestro mix energético si queremos competir y crear empleo y mantener un cierto nivel de vida. Ya se ha escrito mucho sobre la decisión de Macron de instalar nuevas centrales nucleares. Esta misma semana, el Gobierno de Boris Johnson ha anunciado la sustitución de buena parte de las centrales nucleares británicas a punto de finalizar su vida útil por una serie de minireactores, fabricados por Rolls-Royce, los llamados Small Modular Reactors (SMR), que pueden ser fabricados en un lugar distinto al de su instalación y que además permiten abaratar costes y reducir el impacto medioambiental, ello en un esfuerzo por reducir la dependencia del gas y el petróleo y alcanzar lo que hoy es la gran meta de cualquier país desarrollado: la autonomía energética.
Un asunto tabú en España. Nadie, en efecto, se atreve aquí a hablar del tema por miedo a la reacción en tromba de la izquierda ecotonta y sus altavoces mediáticos, pero alguien deberá romper el fuego de una energía cuya aportación resulta estratégica para lograr la autonomía energética. La nuclear y las renovables, naturalmente, tan ensalzadas por esa izquierda tan proclive a olvidar que el cobalto y otros minerales estratégicos esenciales en la construcción de las placas solares y los molinillos proceden de minas situadas en países como el Congo, en las que trabajan niños en condiciones de semi esclavitud. Tan proclive a olvidar, también, que con la instalación de las placas y molinillos que arruinan nuestros paisajes no participamos en la cadena de valor correspondiente, porque todo lo importamos del extranjero, de países como Alemania, que aquí no creamos ni valor añadido ni puestos de trabajo. Urge poner remedio de inmediato a nuestra dependencia energética, en el bien entendido de que no es posible esperar resultados de un programa de esta naturaleza en el corto/medio plazo. Razón de más para, cuanto antes, poner manos a la obra en procura de esa autonomía energética, y hacerlo por encima de las ideologías, como un imperativo patriótico, una cuestión de soberanía nacional y de bienestar colectivo.
La situación de las cuentas públicas, que no hace más que empeorar con cada decisión que adopta un Ejecutivo superado por las circunstancias, no admite demora y reclama cirugía radical en forma de ajuste
La misma urgencia reclama la necesidad de proceder a la consolidación de unas cuentas públicas en situación insostenible. Este es, quizá, el mayor nubarrón que se yergue sobre el bienestar y el nivel de vida de los españoles. La amenaza inminente de empobrecimiento colectivo. En un escenario de bajo o nulo crecimiento y alta inflación, con un BCE obligado a subir tipos y cerrar el grifo de las compras de deuda soberana, la evolución de la prima de riesgo española es tan perfectamente descriptible como imaginable. La espada de Damocles de una crisis de deuda es algo más que una hipótesis. Nuestra deuda pública alcanza ya los 1,42 billones de euros -datos del BdE correspondientes a enero-, tras doblar prácticamente su tamaño en una década. Una espiral vertiginosa que no parece preocupar a nadie, menos aún a este Gobierno de ignorantes, y que indica que España lleva tiempo viviendo por encima de sus posibilidades, gastando mucho más de lo que ingresa. El dique de contención de la más elemental prudencia ha sido rebasado por argumentos variopintos, desde la pandemia a la guerra de Ucrania, pasando por esa bandera tan querida de la izquierda, la lucha contra una "desigualdad" que en realidad no aspira más que a igualar a todos en la más ignominiosa pobreza. Una deuda que habrá que pagar, porque solo los comunistas de Podemos y algún otro iluso creen el cuento de la cancelación de la deuda, de que la deuda soberana no se va a pagar nunca. Basta preguntar a los acreedores internacionales qué piensan al respecto. Una deuda cuya amortización, en el horizonte de subida de tipos e inflación galopante, exigirá cada vez más y más recursos. Es decir, más impuestos. Más pobreza colectiva.
Este es un país condenado a la irrelevancia por culpa de una clase política depauperada y de una sociedad que la ha tolerado con su voto cada cuatro años
Cualquiera que sea el Gobierno que se haga con las riendas en sustitución de este que ahora padecemos deberá tomar cartas en el asunto de inmediato. El panorama no deja de ser aterrador para un PP que acaba de estrenar presidente. La situación de las cuentas públicas, que no hace más que empeorar con cada decisión que adopta un Ejecutivo superado por las circunstancias, no admite demora y reclama cirugía radical en forma de ajuste que una sociedad entre hedonista e infantil como la española difícilmente soportará. Pero no hay vuelta atrás. Este es un país condenado a la irrelevancia por culpa de una clase política depauperada y de una sociedad que la ha tolerado con su voto cada cuatro años. Una sociedad envilecida, muy castigada por unas leyes educativas que parecen perseguir la destrucción total de la nación de ciudadanos libres e iguales. No hay en un país riqueza natural comparable a la de una población bien educada. Es la tercera forma de pobreza que amenaza el horizonte español a largo plazo: la existencia de unas leyes educativas que el nuevo Gobierno deberá enviar a la basura al día siguiente de llegar al poder.
Que el PSOE haya decidido acabar con la enseñanza pública de calidad en nombre de no sé qué igualdad es uno de esos crímenes que un país serio no debería perdonar nunca a su autor. Los socialistas han decidido condenar a los hijos de las familias españolas con menos recursos a la sempiterna pobreza, al privarles del ascensor social que suponía, para cualquier joven inteligente, una buena educación pública. Los buenos empleos quedarán reservados para los hijos de las familias de clase media y alta, capaces de pagar los mejores centros educativos privados. Desde luego para los hijos de la elite socialista, que naturalmente jamás osarán llevar a sus hijos al colegio público del barrio. Un Gobierno que ha destruido la Educación, que ha laminado el Estado de Derecho (la utilización de la Ley Concursal para premiar los servicios prestados por la FGE Lola Delgado, es la última de sus fechorías) y que se ha convertido en el mayor peligro para el bienestar de las familias españolas. Sacarlo del poder cuanto antes es ya una cuestión de urgencia nacional.
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