Un día aparentemente normal, a comienzos de octubre, vamos al supermercado y notamos que algo no está bien. Algo ha cambiado. Los frutos secos han desaparecido, un vacío enorme se ha instalado en alguna sección cercana a la entrada y no somos capaces de encontrar el pan de molde. Sabemos qué es lo que pasa. Ha llegado el Día N. En unas horas las zonas más visibles estarán invadidas por turrones, polvorones, huesos de santo y bolitas de coco.
“Cada vez empieza antes”, pensamos al volver a casa. Primero se trasladó a noviembre. Ahora ya arranca en octubre. Por situarnos, los supermercados comienzan a llenarse de mazapanes cuando aún no han retirado los helados; este año vimos por primera vez los polvorones mientras en la calle se superaban los 30º. Y uno no puede quitarse de la cabeza la sensación de que la Navidad acabará siendo eso que marca el final del verano.
Cada vez empieza antes, y lo peor es que no sabemos muy bien qué es eso que empieza. Para unos la Navidad no es más que un período largo de vacaciones. Otros saben que lo esencial son los regalos. Lo más normal es decir que es la época en la que nos reunimos con la familia, y algunos aún mantienen con la Navidad una relación original que va más allá de lo inmanente.
Los recuerdos de la infancia se fijan a la memoria tal vez porque forman parte de la única época de nuestra vida en la que no sentimos la cercanía y la inevitabilidad del futuro
Todos le damos un significado concreto en función de nuestras vivencias personales, pero también de lo que en el fondo nos ha construido la idea de la Navidad: lecturas, películas, música. La Navidad es casi un género más de ficción, y sabemos que la buena ficción de algún modo es una especie de vivencia no vivida. Las series tienen sus capítulos navideños, hay películas que vemos todos los años por estas fechas -sobre todo si tenemos ya una edad- y al cabo de un tiempo, cuando nos acordamos de algún libro, nos damos cuenta de que detrás de la historia y de los personajes estaba la presencia sutil pero innegable de la estación.
En mi caso la Navidad está asociada desde 2015 al especial ‘A Charlie Brown Christmas’, que se emitió en la CBS en 1965, cincuenta años antes. Y es extraño. Un recuerdo infantil que no está asociado a la infancia sino a la vida adulta, con todo lo que ello implica. Los recuerdos de la infancia se fijan a la memoria tal vez porque forman parte de la única época de nuestra vida en la que no sentimos la cercanía y la inevitabilidad del futuro. No hemos entrado aún en el bucle de la autoconciencia del que habla C. S. Lewis en Cautivado por la alegría. No lo analizamos todo. No ha llegado aún ese momento a partir del cual vivimos con la mirada puesta en el recuerdo que dejará eso que estamos viviendo; es decir, eso que estamos viviendo a medias.
La Navidad de 2015 había comenzado probablemente en noviembre, o tal vez ya en octubre. En cualquier caso, había comenzado una vez más demasiado pronto. Pero a partir de ese año la Navidad empezó a llegar siempre en el momento justo. Daba igual que ya hubiera dulces en los supermercados, que el catálogo de juguetes asomase en el buzón y que los programas de televisión fueran eso que ponían de relleno entre los bloques de anuncios de colonias. La Navidad no empezaba hasta que no veía un año más el corto de animación escrito por Schulz.
En el especial de Peanuts Charlie Brown se pregunta por el sentido de la Navidad como sólo Charlie Brown puede hacerlo. “Creo que soy raro, Linus. Llega la Navidad pero no estoy contento. No me siento como se supone que debería sentirme”. Linus le responde: “Charlie Brown, eres la única persona que conozco capaz de coger una estación maravillosa como Navidad y convertirla en un problema”. El protagonista de Peanuts es una de esas figuras infantiles paradójicamente adultas. Permanente y desgraciadamente autoconsciente, inseguro, excesivamente responsable, asediado por preocupaciones que normalmente llegan mucho más tarde, optimista a pesar de su pesimismo congénito. Sabe que los regalos no son lo esencial, y sabe que todos los niños de su edad son felices simplemente jugando en la nieve y decorando el mejor árbol posible. El mejor árbol posible tiene que ser perfecto, claro; es decir, artificial. De mentira. Charlie Brown va en busca de un árbol para la función de teatro que están preparando y escoge el único que podría haber escogido. El único árbol de verdad. El único árbol que no parece un árbol. Un retoño que apenas ha comenzado a crecer. Cuando los demás niños ven el árbol estallan en carcajadas. Charlie Brown, apesadumbrado, les pregunta si saben lo que significa la Navidad. Y Linus se lo recuerda a todos: “y tuvieron gran temor. Pero el ángel les dijo: No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo, que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor”.
Durante unas semanas sufrimos una transformación casi espiritual. Abandonamos el cinismo, respondemos a los agravios con una sonrisa imperceptible y nos convencemos de que la música machacona es música celestial
La Navidad es esencialmente eso, aunque no lo sea para todos nosotros. Muchos tenemos que conformarnos con la huella de ese mensaje, y así es cómo ésta es la época del año en la que nos resulta más fácil creer que podemos ser realmente buenos. De pequeños esa creencia es más bien una urgencia, y es además una bondad súbita condicionada por el egoísmo. Debemos ser buenos porque de lo contrario no tendremos regalos. Después viene la adolescencia, cuando comenzamos a no creer en nada. Y un día, sin darnos cuenta, nos hemos vuelto adultos, que de alguna manera es una especie de vuelta a la infancia. Creemos sin creer, sin obligación y sin esperar nada a cambio. Durante unas semanas sufrimos una transformación casi espiritual. Abandonamos el cinismo, respondemos a los agravios con una sonrisa imperceptible y nos convencemos de que la música machacona es música celestial.
En diciembre de 2015 estábamos de visita en León. Entramos en una tienda horrible de decoraciones navideñas y cachivaches domésticos innecesarios. Bandejas rojas y verdes, latas de galletas con publicidad de Coca-Cola, cojines con mensajes navideños en inglés y un hilo musical insoportable. Pero fuera hacía frío y dentro no había mucha gente (eso ya habría sido demasiado). Cuando estábamos en lo que calculo sería la séptima hora de tormento -exagero; seguramente sería sólo la quinta- comenzó a sonar una música distinta. No había voces estridentes. No había mensajes repetitivos y cursis. Sólo piano, contrabajo y batería. Después sabría que lo que sonaba era el trío de jazz de Vince Guaraldi, y que formaba parte de un especial de Charlie Brown.
Cada vez empieza antes, sí. Pero da lo mismo. Porque siempre es algo bueno.
Feliz Navidad.
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