Tanto Albert Rivera como Pablo Casado y Pablo Iglesias están fuera de la circulación política y fuera de la batalla por alcanzar la presidencia del Gobierno de España, carrera en la que fueron, en algún momento, favoritos de las encuestas y de la opinión pública. Fueron días de vino y rosas, entrevistas en prime time y apoyos incondicionales; todos (es un decir) querían formar parte de su éxito. Junto con Pedro Sánchez, sin cumplir siquiera los cuarenta años, se convirtieron en la nueva generación de líderes elegidos para protagonizar y liderar la política española durante años. Sin embargo, las circunstancias políticas, los errores propios y el actual presidente Sánchez han acabado con todos ellos.
Albert Rivera fue elegido con veintisiete años presidente de Ciutadans, partido que, circunscrito inicialmente a Cataluña, nacía impulsado por una serie de intelectuales y personalidades de izquierdas hartos de la deriva nacionalista del PSC y para defender el constitucionalismo. Al parecer, Rivera fue elegido presidente del partido gracias a que una lista de candidatos estaba ordenada por orden alfabético. La elección parecía un acierto. Rivera era joven y bien parecido, tenía personalidad y poseía desparpajo y buena oratoria.
Rivera fue elegido diputado en el Parlament de Cataluña en noviembre de 2006, junto a sus compañeros Antonio Robles y Pepe Domingo, y dejó de serlo en 2015, cuando fue sustituido por Inés Arrimadas y dio el salto a la política nacional. La crisis surgida por su relación con UPyD y Rosa Díez la ganó gracias a sus habilidades discursivas, el apoyo mediático y empresarial y las torpezas de la formación magenta, y tuvo como consecuencia la práctica desaparición de este partido, la jubilación anticipada de la política vasca y el lanzamiento de Rivera al estrellato político; y a partir de ese momento representó, junto con Pablo Iglesias, la llamada “nueva política”, y se convirtió en uno de los favoritos para llegar a ser presidente del Gobierno de España.
Albert Rivera, impulsado por el crecimiento interno de su partido, las encuestas y el entusiasmo de los medios (y la corrupción del PP), quería más: ser el nuevo líder de la derecha española
Y desde antes pero sobre todo desde entonces inició su reubicación ideológica para abandonar el centro izquierda donde nació Ciutadans y abrazar el centro derecha liberal, con el objetivo de sustituir al PP en ese espacio ideológico. Rivera demostraba ser un político camaleónico, capaz de defender una cosa y su contraria. En la IV Asamblea General de la formación naranja celebrada en febrero de 2017 se produjo la corrección de su ideario: desaparecieron los términos “socialdemocracia”, “socialismo democrático” y “laicismo identitario”, sustituidos por “liberalismo progresista” y “constitucionalismo”.
Ya en 2015 había obtenido cuarenta diputados y en 2016 treinta y dos escaños en el Congreso. Pero Albert Rivera, impulsado por el crecimiento interno de su partido, las encuestas y el entusiasmo de los medios (y la corrupción del PP), quería más: ser el nuevo líder de la derecha española, sustituir al PP y ser presidente. Sin embargo, le pudo la ambición, se pasó de frenada y todo se vino abajo.
En las elecciones de abril de 2019, el PSOE y Ciudadanos sumaban 180 diputados y mayoría absoluta. Parecía el momento adecuado para que ambos partidos, desde la centralidad del tablero político, formaran un gobierno que no dependiera de nacionalistas, independentistas y populistas, impulsara las reformas que España necesitaba y tratara de resolver los principales problemas de los ciudadanos. Pero Rivera rechazó ser vicepresidente del Gobierno de España porque él quería ser el presidente, antepuso sus aspiraciones personales a los intereses generales y trató de que Sánchez pactara con lo peor de cada casa para convertirse después en el líder de la oposición y de la derecha.
No lo logró, empero. Fue cuando se vio al Rivera más nervioso e histriónico, teatralizando cada aparición en los medios y saturando al ciudadano medio que rechaza exageraciones. Perdió credibilidad, tirada y empuje. Y de aquellos polvos, el hundimiento de Ciudadanos, la retirada de Rivera y estos lodos: la formación de un Gobierno de España dependiente de los que quieren romper España.
Pablo Iglesias se nos apareció tras el 15M, un programa de debate minoritario (La Tuerka) y apariciones continuas en un medio de la derecha. Acompañado de varios profesores universitarios, politólogos y sociólogos, creó Podemos, ocupó la práctica totalidad de los medios con una exposición televisiva sin precedentes y, gracias a un lenguaje directo y contundente (y perfectamente preparado), se disparó en las encuestas. Fueron los tiempos de la transversalidad política, “los de abajo” frente a “los de arriba”, tomar el cielo por asalto y prometer justicia (aunque nunca quisieron justicia sino venganza). Y, a continuación, los enfrentamientos internos, las luchas de poder, las purgas y los abandonos de algunos de los líderes de la formación morada.
En un movimiento sorprendente, dimitió como vicepresidente del Gobierno de Sánchez para “frenar al fascismo en Madrid”, y la operación se saldó con un sonoro fracaso
A pesar de las dificultades, Iglesias mostró desparpajo, inteligencia política y manejo del lenguaje, especialmente en los debates televisados, donde se crecía. Aunque Podemos parecía hundirse, Iglesias fue casi siempre capaz de ser lo suficientemente decisivo como para condicionar la formación del gobierno. Hasta que pactó con Sánchez y llevó al gobierno su radicalidad y su extremismo, su cercanía a las tesis nacionalistas e independentistas y su populismo. En un movimiento sorprendente, dimitió como vicepresidente del Gobierno de Sánchez para “frenar al fascismo en Madrid”, y la operación se saldó con un sonoro fracaso. Después dimitió como diputado y como líder de Podemos.
Pablo Casado es el típico producto prefabricado en la cantera de un partido político, en este caso, el Partido Popular: joven aunque supuestamente preparado para las artes políticas de nuestro tiempo, es decir, las formas, las sonrisas y la oratoria, logró vencer en su primera batalla interna, al superar a Soraya Sáenz de Santamaría en las primarias y convertirse en presidente del partido; no pudo sin embargo vencer en la batalla externa, es decir, la consistente en hacer frente a las dificultades electorales de la formación conservadora. Desde el inicio, mostró sus debilidades: por momentos, falta de credibilidad; casi siempre, falta de liderazgo. Solo durante el debate de la moción de censura de Vox mostró la valentía y la determinación necesarias que deben acompañar a quien quiera ser líder político, pero después le faltó el empuje necesario para mantener la estrategia en el tiempo: acertada o no (y en mi opinión era acertada), al menos era una estrategia. El problema es no tenerla, no mantenerla en el tiempo o alternar una estrategia y su contraria.
Ni carisma ni liderazgo
A pesar de su reciente forzada dimisión tras el esperpento protagonizado junto a su escudero Teodoro García Egea para frenar el pujante liderazgo de Isabel Díaz Ayuso, su caída tiene razones más profundas y vienen de lejos. A Casado le vinieron grandes los dos retos a los que el PP se sigue enfrentando: la formación de una alternativa al Gobierno de Sánchez y Podemos (porque no basta criticar a un gobierno infame si no presentas una alternativa creíble y no logras de una mayoría suficiente) y el crecimiento progresivo de Vox por su derecha, auténtica china en el zapato popular que no son capaces de resolver de ninguna de las maneras. Y Casado nunca tuvo ni liderazgo, ni carisma ni apoyos suficientes. De ahí su caída definitiva.
Esta es la realidad de los hechos y el cúmulo de circunstancias que mantienen a Pedro Sánchez como presidente. Todos ellos fueron víctimas de sus ambiciones políticas, sus limitaciones y sus torpezas. Y todos ellos han sido devorados por Sánchez, un político sin escrúpulos y sin casi limitaciones morales que sabe aprovecharse de sus virtudes… y de los errores del resto.
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