Opinión

Caín en el banquillo

Sería delito de odio cuestionar los tejemanejes de la mujer del presidente del Gobierno pero no lo es la falsa denuncia de éste -¡en pleno Congreso!- de supuestos trajines de la esposa del jefe de la Oposición

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Imagen de archivo de Quim Torra

Cuesta imaginar cómo hemos podido llegar hasta aquí sin la protección de ese tipo penal postmoderno que es el “delito de odio”. Meter un concepto tan versátil en el secarral semántico del Código Penal tal vez hubiera exigido una consideración más detenida de la que imponen las prisas demagógicas, sobre todo para no dejar atadas las manos del juzgador. No somos pocos los que no entendemos que al tiempo se despenaliza la injuria pública al Jefe del Estado o se tolera la miserable caricatura de los españoles de un Jordi Pujol o un Quim Torra, se admita a trámite sin dilación la querella contra el presidente de un Parlamento que rasgó la foto de una víctima, y menos aún, probablemente, los dispuestos a aceptar los homenajes a los asesinos terroristas ya habituales en las fiestas vascongadas. Por lo demás, ¿a qué odio se refiere la letra de la Ley que deja fuera semejantes escándalos?

España entera ha visto estupefacta las imágenes de la fiesta municipal organizada por un Ayuntamiento catalán consistente en entrenar a los niños en “tácticas de guerrilla urbana”

La práctica partidista ya ha resuelto la cuestión por su cuenta al “normalizar” la regla de que es “delito de odio” cuanto denigra o, incluso, cuando sólo cuestiona sus propios valores o intereses, mientras que no lo es si lo odiado versa sobre los valores o intereses del adversario. Por ejemplo, sería delito de odio cuestionar los tejemanejes de la mujer del presidente del Gobierno pero no lo es, en absoluto, la falsa denuncia de éste -¡en pleno Congreso!- de supuestos trajines de la esposa del jefe de la Oposición. Con esa doble vara de medir se sutura divinamente –decida lo que decida el juez— la ardua cuestión conceptual que ahora divide a los españoles en las llamadas “redes sociales” y que han convertido las sesiones del Congreso en un circo denigratorio. Antier mismo, España entera ha visto estupefacta las imágenes de la fiesta municipal organizada por un Ayuntamiento catalán consistente en entrenar a los niños en “tácticas de guerrilla urbana” y, concretamente, en la práctica criminal de lanzar cócteles Molotov al pelele representativo de un policía… ¡y no ha ocurrido nada! ¿Qué es un “delito de odio”, entonces, no es tan pérfido denostar a un negro o a un trans como tolerar a un alto representante del Estado referirse a los españoles como “bestias carroñeras” o “hienas con una tara en el ADN”, como ya hizo un expresidente catalán al que hoy los españoles mantenemos de por vida con inaudita prodigalidad, u otro que lo precedió en el chollo tras publicar que los andaluces no éramos más que un pueblo “destruido, poco hecho e ignorante”?

Una legislación impresentable

El populismo que nos abruma pasará a la Historia como fautor de una impresentable legislación que, en nombre de un “progreso” sin definir, ha contribuido más que cualquier otro factor, al caos judicial que hoy viven unos españoles que nada pueden hacer para recuperar sus domicilios okupados, que ven atónitos cómo una ley teóricamente feminista abre las cáceles en masa a los violadores o que un varón o una hembra cambian de sexo sin mayor trámite que exigirlo en la ventanilla  del Registro Civil. Abel tiene poco que hacer frente a Caín hoy lo mismo que al principio de los tiempos. Pero hay que reconocer que no nos esperábamos del mítico progreso esta confirmación de la injusticia viviendo como hemos vivido tan desprevenidamente en la ciudad alegre y confiada.

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