Opinión

A la calle, ciudadanos

Tenía pensado escribir sobre el regreso de Hobbes al hilo de la crisis de autoridad del Estado en Suecia, Holanda y otros países europeos, pero lo impide la mucho más peligrosa crisis de nuestra propia democracia, sumida en ataques quien

Tenía pensado escribir sobre el regreso de Hobbes al hilo de la crisis de autoridad del Estado en Suecia, Holanda y otros países europeos, pero lo impide la mucho más peligrosa crisis de nuestra propia democracia, sumida en ataques quien sabe si no terminales. En mi familia, los mayores solían recordar el estupendo día de playa del 18 de julio de 1936 y cómo nadie podía creer que las confusas noticias de rebelión militar inauguraban la peor guerra civil de nuestra historia; menos aún que en pocas semanas se verían obligados a dejar sus casas y acabar, tras larga y dramática peripecia, como refugiados de guerra en Barcelona. Pues bien, hemos vuelto a ser convocados a Barcelona, ahora para salvar la democracia de un nuevo asalto mortal.

Nos gusta creer que vivimos en un mundo sólido y seguro donde situaciones como las de 1936 son imposibles. Pero solo es una ilusión: ni la paz, ni la seguridad ni la prosperidad están garantizadas, y la libertad e igualdad de derechos menos todavía. La democracia es demasiado valiosa y frágil para confiarla por entero al cuidado de los políticos; al fin y al cabo, para demasiados de ellos no es sino su fuente de empleo vitalicio. Tampoco es para el infantilismo de superhéroes que acusa al rey Felipe VI de no hacer milagros. No, la ciudadanía tiene incontables ventajas (que muchos solo aprecian al perderlas), pero requiere compromiso activo, ese viejo principio griego de que todos los ciudadanos somos políticos por el mero hecho de serlo, aunque no ejerzamos un cargo ni estemos en la vida pública.

Nosotros hemos caído en lenta deriva hacia la dictablanda de un siniestro gamberro de la política del todo vale, Pedro Sánchez, el trumpista de izquierda apoyado por desastrosa coalición

La democracia necesita ciudadanía activa, vigilante y comprometida, que exija juego limpio y comparta esa idea de interés general que llamamos nación e intereses nacionales, los sentimientos comunes que nos unen por encima de naturales diferencias de ideas, preferencias e intereses. Si esa ciudadanía falla o es débil, la degeneración del sistema democrático está garantizada, con alta probabilidad de hundimiento (Italia 1922, Alemania 1931), cisma (España 1936) o conquista (Francia 1940). Nosotros hemos caído en lenta deriva hacia la dictablanda de un siniestro gamberro de la política del todo vale, Pedro Sánchez, el trumpista de izquierda apoyado por desastrosa coalición. Ya no se puede negar que esta coalición debe ser derrotada: si prosigue su proyecto de voladura mediante amnistía y autodeterminación, puede acabar con el régimen constitucional y la España democrática, que comenzaría más pronto que tarde a deshacerse definitivamente por los bordes catalán y vasco, donde comenzó todo.

La catalanización y abertzalización de España

A comienzos del presente siglo, las calles vascas reaccionaron contra la escalada criminal de ETA y la presión insoportable del nacionalismo institucional blindado en el Pacto de Estella, antecedente vasco, con terrorismo incluido, del catalán Pacto del Tinell. Ambos pactos pretendían excluir al constitucionalismo de la política real de ambas comunidades, decretando la segregación de sus organizaciones y la exclusión civil de sus partidarios. Pero fue la traición socialista, primero en Cataluña y luego en toda España, la que dio visos de prosperar a estas operaciones excluyentes y supremacistas.

Zapatero adoptó el proyecto para marginar definitivamente a “la derecha” de la gobernabilidad. Resultó frustrado por la crisis económica que expulsó a los socialistas, pero fue resucitado por la pasividad colaboradora de Rajoy, que puso alfombra roja al regreso de Frankenstein en la persona de Pedro Sánchez. Con Sánchez, el PSOE se ha limitado a culminar la catalanización y abertzalización de la política española mediante la polarización ideológica, el asalto y colonización de las instituciones, el ataque constante al pluralismo y la exclusión implacable de los perdedores. En resumen, es trumpismo de izquierdas. Cuando Otegi recuerda que sin ellos, los herederos políticos de ETA tan estúpidamente blanqueados por el establishment, no puede haber gobierno progresista en España, no solo se ríe de todos, vivos y muertos, sino que señala una verdad fáctica insoportable. Es la perversión total de la idea de progreso y el robo de la democracia a sus verdaderos titulares, los ciudadanos, degradados a vasallos.

Estamos acostumbrados a protestar contra el terrorismo porque es la negación misma de los derechos más elementales, comenzando por el de la vida. Pero levantarse contra amenazas más insidiosas y menos evidentes es mucho más complicado, sobre todo en una sociedad como la española, con los grandes medios de comunicación dependientes del poder y carente, por la desidia e indiferencia generales, de un verdadero entramado asociativo de “sociedad civil”.

Existe una manera productiva de convertir la frustración, la indignación y el miedo en acción positiva: la movilización ciudadana. Eso es lo que debemos hacer, movilizarnos

Solo la percepción de la puñalada que representa el regalo inconstitucional de la amnistía a los golpistas catalanes, que se ampliará más temprano que tarde a los terroristas vascos, ha sido capaz de extender una profunda inquietud por el futuro inmediato, con el sentimiento difuso de humillación colectiva. Ahora bien, existe una manera productiva de convertir la frustración, la indignación y el miedo en acción positiva: la movilización ciudadana. Eso es lo que debemos hacer, movilizarnos y recuperar la calle, porque los espacios públicos son el verdadero espacio de la libertad.

Por eso es tan importante que la manifestación de Barcelona sea un éxito no solo en número de manifestantes sino, sobre todo, por su significado de rebelión cívica contra el despotismo gubernamental. Es muy buena noticia que Alberto Núñez Feijóo haya anunciado su asistencia, certificando el agotamiento de las viejas vías de apaciguamiento y pago de chantajes. Es un indicio del deterioro político, porque a los partidos los movimientos cívicos no les gustan nada: sospechan, con razón, que lleguen a ser el fastidioso semillero de nuevas políticas y nuevos partidos en competencia. Pero por eso son necesarios: como dijo Mark Twain, hay que cambiar a menudo los políticos y los pañales infantiles, y por las mismas razones.

Por su propia naturaleza, los verdaderos movimientos cívicos son temporales y muy concretos; se separan a la misma velocidad con la que se unen porque, a diferencia de los políticos profesionales y los gestores, los ciudadanos no podemos dedicar la vida a las tareas públicas. Pero de vez en cuando es imprescindible salir del papel contemplativo y ocupar las calles, exigiendo a nuestros representantes e instituciones que defiendan la Constitución en peligro de muerte. Este es uno de ellos, y toca de nuevo en Barcelona, convirtiendo la indignación estéril en sentimiento ciudadano creativo. Hay mucha tarea por delante.

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