Al Gore alcanzó un gran éxito en 2006 con la película Una verdad incómoda en la que exponía con tintes dramáticos los efectos del calentamiento global sobre los ecosistemas. El film, dirigido por Davis Guggenheim, se basaba en los centenares de conferencias que el exvicepresidente de los Estados Unidos había impartido en los años precedentes en numerosas universidades, escuelas de negocios y foros de toda índole sobre un tema tan llamativo como emocionalmente motivador. Yo asistí a una de estas exposiciones que tuvo lugar en el IESE en Barcelona y quedé impresionado por las impactantes fotografías, los ilustrativos gráficos y la elocuencia del orador. Aquella liebre que levantó Al Gore hace veinte años y que le proporcionó una notoriedad y unos millonarios ingresos que le consolaron de su apretado fracaso electoral frente a George W. Bush, no ha dejado de correr desde entonces y hoy ocupa diariamente titulares en los grandes medios con motivo de la COP26 que se celebra en Glasgow.
Esencialmente, el cuadro que dibuja el IPCC de Naciones Unidas en sus sucesivos informes y que es aceptado por la opinión pública y por prácticamente todos los gobiernos del planeta es el siguiente: Debido a la actividad industrial, a la generación de energía con combustibles fósiles, a la ganadería intensiva, al transporte y en general a la actividad humana, se está produciendo un incremento de la concentración de CO2 y otros gases de invernadero en la atmósfera que provoca un aumento de la temperatura con consecuencias catastróficas en forma de desertificación , subida del nivel de los océanos, fenómenos meteorológicos extremos y plagas, entre otras desgracias de calibre bíblico. La predicción inherente a este esquema de pensamiento afirma que si no limitamos rápida y significativamente las emisiones de estos gases, el futuro de la humanidad es sombrío y resulta probable la extinción de nuestra especie. Todo el que no comparta esta visión apocalíptica o muestre escepticismo sobre su alcance es objeto inmediato de anatema y de crítica feroz inhibiendo cualquier posibilidad de debate sereno y riguroso sobre un tema envuelto en una gran complejidad.
El convertidor catalítico y la legislación medioambiental hicieron que el escenario siniestro de los habitantes de las grandes urbes circulando con máscaras de gas jamás cobrase cuerpo
De entrada, hay que recordar que en los años sesenta y setenta del siglo pasado imperaron similares planteamientos alarmistas y que el profesor de Biología de la universidad de Stanford, Paul Ehrlich, trepó a la fama con su libro La bomba poblacional, en el que vaticinaba cual Malthus redivivo el fin de la civilización por la polución, el agotamiento de los recursos naturales y el hambre subsiguiente, que acabarían con la presencia del hombre sobre la tierra. Estas advertencias fueron tomadas muy en serio por los gobernantes de la época y dieron lugar a políticas atroces de limitación de la natalidad en forma de abortos forzados y de campañas de esterilización obligatoria en países en vías de desarrollo. Ehrlich, en su fiebre jeremíaca, propuso la interrupción de las ayudas a las naciones pobres para que la falta de alimentos y las enfermedades solucionasen el problema demográfico por la vía expeditiva. Por supuesto, el tiempo le puso en ridículo porque ninguna de sus amenazadoras tesis se vio confirmada por la realidad. Los avances en productividad agrícola y la evolución del crecimiento de la población mundial hicieron que los miles de millones de muertos por inanición que Ehrlich había anunciado para ¡1985! se redujeran a la centésima parte. En cuanto a la calidad del aire, el convertidor catalítico y la legislación medioambiental hicieron que el escenario siniestro de los habitantes de las grandes urbes circulando con máscaras de gas como los combatientes de la Primera Guerra Mundial jamás cobrase cuerpo y convirtiese al otrora estrella de los programas televisivos de máxima audiencia en un triste payaso.
El think tank 'Consenso de Copenhague' que dirige el profesor danés Bjorn Lomborg viene estudiando desde hace dos décadas el cambio climático, las hipótesis que alimentan la doctrina oficial al respecto y la capacidad de las políticas actualmente reinantes sobre reducción de emisiones para conseguir su objetivo de un aumento de temperatura atmosférica inferior a 1.5 grados centígrados en 2100. Lomborg, que nunca se ha situado en el negacionismo, trabaja con un numeroso grupo de economistas y expertos en ciencia medioambiental, en el que figuran media docena de premios Nobel, es decir, que no se trata de cuatro aficionados, sino de gente seria y competente que investiga con objetividad y maneja los datos sin prejuicios en un sentido o en otro. La obra que dio a conocer a Lomborg fue El Ecologista Escéptico, publicada en 2001 en su versión en inglés. Yo supe de él en una visita que realizó al Parlamento Europeo poco después de la aparición de este libro invitado por el Foro Europeo de la Energía. He leído toda su obra desde entonces y recomiendo vivamente su último título, Falsa Alarma.
Aumentar el PIB mundial
Dos son los puntos centrales de las conclusiones de Lomborg sobre la cuestión del calentamiento global. El primero es que las medidas más efectivas para conseguir un mundo mejor para las generaciones venideras no consisten en poner como prioridad absoluta la disminución de emisiones de gases de invernadero, con sus secuelas de freno al crecimiento, encarecimiento de los precios de la energía y pérdida de competitividad de las democracias occidentales frente a China, Rusia y la India, sino la actuación decidida sobre áreas mucho más merecedoras de atención, como la extensión del libre comercio, la erradicación de enfermedades como la tuberculosis o la malaria, la generalización de la educación o la desaparición de la mortalidad infantil en los países menos desarrollados. Según sus estimaciones, una acción eficaz en estos campos podría aumentar el PIB mundial en 500 billones de dólares a finales del presente siglo, lo que permitiría a las gentes de esa época combatir con mucha mayor eficacia el cambio climático mediante la adaptación a sus efectos gracias a la riqueza generada.
El segundo es enormemente preocupante y radica en el hecho de que, de acuerdo con los cálculos del 'Consenso de Copenhague', la aplicación completa de los planes establecidos en el Acuerdo de Paris, con su coste de decenas de billones de dólares y la recesión que provocaría la absoluta supeditación de la economía a la reducción de emisiones, no conseguiría en el mejor de los casos una moderación de la temperatura en 2100 superior a 0.7 grados centígrados, o sea, que el incremento térmico sería netamente superior a los 2 grados después de haber dilapidado inmensas cantidades de dinero y descuidado, por lo tanto, los asuntos verdaderamente cruciales para un progreso real.
La lección a extraer de los interesantes trabajos de Lomborg y su grupo, más allá de la certeza de sus vaticinios, es que en el debate sobre el cambio climático estamos lejos de que se haya dicho la última palabra y que es imprescindible un contraste de estudios y opiniones desprovisto de dogmatismos y de ortodoxias impuestas. No se puede descartar que el calentamiento global no sea tanto una verdad incómoda como una verdad distorsionada.