Este lunes el filósofo Miguel Ángel Quintana Paz hacía esta reflexión en Twitter: “Esta guerra revela que la frase ‘La primera víctima de las guerras es la verdad’ no acierta sólo porque en ellas proliferan las mentiras; acierta por algo más básico: con una guerra se empieza a ver como deplorable todo intento de razonar. Y esta es la condición previa de toda verdad”.
Por desgracia, la búsqueda de la verdad es algo que dejó de preocupar a Occidente hace tiempo. La guerra sólo ha acentuado algo que ya estaba ahí, de forma más o menos velada. Empezamos por enarbolar el paradigma de la post verdad como estandarte de sofisticación humana: todo era relato, construcción. El sintagma “esa es tu opinión” se puso de moda como si fuera una marca de ropa, o el color mostaza en la temporada Otoño-invierno. Ahora bien, esta impostura intelectual de la mal llamada sociedad abierta no murió por desinterés o por la irrupción de nuevas ideas. El “todo es relato” se mató a sí mismo, pues formaba parte de su esencia más íntima.
Si todo es relativo, también debe serlo la asunción de que nada es verdad o mentira. La tolerancia ad infinitum es una contradicción en sí misma. Es una contradicción lógica, pero lo es también moral y política. El respeto a la pluralidad de opiniones y a la libertad de pensamiento se basa en asumir que de todo ello se deducen cosas buenas para la persona y para la sociedad. Pensamos que esto es verdad, no algo relativo.
El pluralismo de las llamadas democracias liberales conlleva, en consecuencia, la reprobación de todos aquellos comportamientos que lo pongan en peligro, empezando por los ataques a la libertad de expresión. Ésta es una toma de postura moral evidente e ineludible, por más que les pese a algunos. Ignorar algo tan básico de forma tan prolongada nos ha conducido de forma inexorable a la cultura de la cancelación actual, por paradójico que resulte.
Se puso remedio al asunto por la vía de la indignación supuestamente moral, dejando aparcados los razonamientos. Y así fue cómo nació la cultura de la cancelación
Quienes defendían la libertad y pluralidad de opiniones no se tomaron la molesta tarea de reflexionar en base a qué poner estos principios morales por encima de otros. Se asumieron sin más, para comprobar después horrorizados que hay quienes defienden ideas radicalmente opuestas a esos principios. Esos que no se habían detenido a examinar ni reconocer, pues el concepto “fundamentar ideas” les sonaba un poco fascistoide. Se puso remedio al asunto por la vía de la indignación supuestamente moral, dejando aparcados los razonamientos. Y así fue cómo nació la cultura de la cancelación.
El horror que está sufriendo el pueblo ucraniano no ha hecho sino acentuar este fenómeno que lleva fraguándose desde hace tiempo en Occidente. Hemos censurado los medios de comunicación rusos, señalando que lo que el gobierno de Putin vende como periodismo genuino no es otra cosa que propaganda descarada y manipulación disfrazada de información. Siendo esto último cierto, la decisión tomada conlleva muchos problemas.
El primero es de tipo práctico. La censura en la era de Internet es como aquello de tratar de poner puertas al campo, mientras se proporcionan motivos para la suspicacia hacia los censores, justo aquellos en quienes el ciudadano necesita confiar en circunstancias tan delicadas.
Se está, asimismo, poniendo en la picota a artistas y autores a los que enterramos hace más de un siglo, y cuya producción artística nada tiene que ver con las decisiones que toma el gobierno ruso del año 2022
La cuestión más importante, sin embargo, es el precedente que sienta. Si en nombre de la verdad cancelamos medios de comunicación no sabemos qué tipo de pendiente resbaladiza nos podemos llegar a encontrar. Éste es el problema principal que conlleva asumir como legítimas este tipo de prácticas, y no hablo ahora en sede teórica: la actitud de censura ha ido rápidamente más allá de Sputnik o Rusia Today. Estos días se ha puesto en la tesitura de definirse respecto de la invasión a distintas personalidades de la cultura rusa, decisión francamente dudosa.
Se está, asimismo, poniendo en la picota a artistas y autores a los que enterramos hace más de un siglo, y cuya producción artística nada tiene que ver con las decisiones que toma el gobierno ruso del año 2022 de nuestra era. Ya me dirán ustedes qué motivos de peso existen para que en Italia se estén suspendiendo cursos sobre la figura de Dostoievski o, peor, queriendo derribar estatuas suyas. Los mismos, supongo, que para derruir esculturas de Cristobal Colón en EE.UU. El fenómeno no es nuevo. Lo sorprendente es que no le estamos prestando suficiente atención. Ni siquiera ahora.
Decimos apoyar a Ucrania no sólo porque las decisiones del gobierno de Putin nos parecen aberrantes. Se supone que lo hacemos también porque creemos en los valores, virtudes y principios del Estado de derecho y de la democracia liberal. Mi pregunta es, ¿sabemos de verdad en qué consisten estos últimos? ¿sabríamos proporcionar argumentos consistentes para defenderlos? ¿O lo de razonar todavía es cosa de fachas intransigentes?
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