Marta Sánchez puso en pie varias veces al público del Teatro de la Zarzuela, hace días, cuando cantó la melodía del himno nacional español aderezada con una letra de su invención. Digo que cantó la melodía y no el himno porque ni el tempo ni la armonía ni la forma de interpretar la partitura tenían nada que ver con un himno. Aquello era una balada. Una canción. La canción de Marta Sánchez.
Como es natural, a la chica la han puesto a parir. ¿Quiénes? Pues está claro. En primer lugar, aquellos que detestan a España y por lo tanto a sus símbolos, cuyo poder conocen bien. Asóciase esta subespecie a quienes se dedican a silbarlo en los estadios de fútbol, por ejemplo. Luego la han insultado desde cierta izquierda que no es que confunda; es que se empeña en seguir confundiendo el himno y la bandera constitucionales con el franquismo, la monarquía, la dictadura o todo a la vez. Eso, en cualquier país del mundo relativamente sensato, se resolvería con unos cuantos meses de bachillerato, pero es que estos no quieren ir porque creen que ya lo saben todo, con lo cual el asunto tiene difícil solución. Por último están aquellos que, desde la otra esquina del tablero, consideran que la canción de Marta es una falta de respeto al Himno, a la Nación, al Rey, a las Esencias Inmarcesibles de la Patria y a dios sabe cuántas sacrosantidades más, todas con mayúsculas. Y habría que añadir a aquellos a quienes, sencillamente, no les gusta la letra y ya está.
Veamos. Un himno nacional es una melodía, por lo común de carácter coral, que sirve para enardecer los corazones de los de Aquí (sea el lugar que sea), para cantar las glorias y heroísmos de Aquí y, en una enorme cantidad de casos, para insultar a los de Allí enfrente, a los que se denomina el enemigo. La gran mayoría de los himnos nacionales están compuestos en la época de efervescencia del nacionalismo, es decir, el siglo XIX. Hay excepciones, como el británico, que no es oficial y que, según una versión muy difundida, fue compuesto por el francés Jean-Baptiste Lully, a principios del XVIII, para dar gracias a Dios porque el rey Luis XIV se había curado, al fin, de unas hemorroides que lo traían mártir al pobrecito. Años más tarde, Haendel, que estaba de visita en Francia, oyó el curioso cántico, le llamó la atención (es que es muy bonito), se lo llevó de regreso a Londres, se la mostró a Jorge I como si la hubiese escrito él… y de ahí a lo que solemos oír cuando aparece la reina Isabel II, pues hay un paso.
El llamado “himno británico” seguramente lo compuso Lully para agradecer a Dios que al rey de Francia, Luis XIV, se le hubiesen curado las almorranas; luego Haendel se lo apropió
El himno alemán está hecho después de militarizar (y destrozar, caramba) una de los más bellos adagios de Franz. J. Haydn, el del cuarteto op. 76, llamado El Emperador. El austriaco es un hermoso canto masónico de Mozart. El estadounidense es un poema de principios del XIX, dedicado a la bandera y “encajado” sobre una antigua melodía inglesa. Por ahí seguido.
¿Y el español? Es difícil saberlo. Su música se parece extraordinariamente a la de una melodía árabe del siglo XI, seguramente compuesta por Ibn Bayyah (Avempace), nacido en lo que luego sería Zaragoza, pero no hay forma de comprobar nada más que el parecido. Es mentira, aunque lo diga el Espasa, que se trata de una melodía compuesta por Federico II de Prusia como regalo de bodas para el futuro Carlos III de España y María Amalia de Sajonia. La Marcha de Granaderos, o Marcha Real, tiene un origen incierto, pero fue la gente, el pueblo, quien acabó adoptándola como himno oficial, aunque no tuviese letra, y eso después de que Carlos III la hiciese Marcha de Honor.
La música, comparada con la de otros himnos, es un poco tontita. Y a mi modo de ver tiene la fortuna de carecer de letra, porque ¿se han fijado ustedes en lo que dicen las letras de otros himnos? El francés, La Marsellesa, es un canto sanguinario que llama a suprimir a los enemigos. El catalán, Els segadors, está basado en una canción tardomedieval al se que le puso letra (y se le cambió la música) casi al final del siglo XIX por obra y gracia del catalanismo emergente, y le pasa lo mismo: convoca a los segadores a descabezar a los enemigos “tan ufanos y tan soberbios”, como en el Corpus de Sangre de 1640. El italiano de ahora, llamado Himno de Mamelli, es una marcha tan rápida que casi parece un pasodoble, y su letra es una rebuscadísima composición poético-histórica que llama a la apasionada y guerrera unidad de la nación. Los himnos latinoamericanos se parecen todos: se diría que están hechos a máquina y por la misma empresa. Los suizos no tienen un solo himno sino cuatro, uno por cada una de las cuatro lenguas que se hablan en el país; la música es la misma pero las letras en italiano, francés, alemán y romanche se parecen muy poco entre sí. La letra del himno alemán antiguo, enormemente agresiva y abusona, se cambió después de la segunda guerra mundial por otra (la actual) mucho más bondadosa y democrática, y con la misma música. Se les enseña a los niños en las escuelas. No hay problemas con eso.
Lo mejor que se ha dicho de la canción de Marta es que su letra era mejor que la de Pemán. Bueno, tampoco había que esforzarse mucho, ¿eh?
A nuestra Marcha Granadera han intentado ponerle letra infinidad de veces. Nunca ha funcionado. Lo mejor que se ha dicho de la canción de Marta Sánchez es que su letra era mejor que la de Pemán: tampoco había que esforzarse mucho, ¿eh? La versión carlista es una agresiva sarta de calumnias y de sentimientos religioso-carboneriles, y la de Joaquín Sabina, apenas conocida, es como el propio Sabina: una mezcla a partes iguales de surrealismo, descaro y ternura.
La de Marta Sánchez es una canción de amor: no sirve para ser voceada en los estadios de fútbol ni estimula el sentimiento tribal y excluyente, así que no sirve para himno
No pasará nada con la canción de Marta Sánchez. No llegará lejos. Aquí no tenemos una Superbowl televisada para que la cantante famosa de turno interprete cada año el Star-Spangled Banner como le salga de las narices, y a todo el mundo le parece bien. La letra de Marta Sánchez, que no es mala pero que adolece de algún que otro ripio, no sirve para vocearla en los estadios de fútbol: es una canción de amor, aunque sea por la propia tierra. Hay muchísimas así, y ni el fútbol ni los himnos tienen gran cosa que ver con el amor sino con el orgullo, la victoria, el sentimiento tribal y excluyente, y otras cosas igualmente amables.
Yo, que no soy nacionalista de ningún sitio y que me aburro con el fútbol, me emocioné al oír la canción de Marta, lo confieso. Ya soy un viejo que lee novelas de amor, como dice Luis Sepúlveda, y que se emociona con los boleros porque traen recuerdos, reales o inventados. Alguna lagrimica sí que se me escapó. Así que gracias, Marta, aunque solo sea por eso.