Opinión

Carlitos y los toros

Carlos Alcaraz, el Mozart del tenis contemporáneo, ha tenido hace unos días la ocurrencia de ir a los toros. En Murcia fue. Pues se ha formado la mundial. La prensa “de izquierdas” se ha cebado con él y la de derecha

Carlos Alcaraz, el Mozart del tenis contemporáneo, ha tenido hace unos días la ocurrencia de ir a los toros. En Murcia fue. Pues se ha formado la mundial. La prensa “de izquierdas” se ha cebado con él y la de derechas le ha elogiado, porque ya saben ustedes que, por alguna razón que yo no he comprendido en mi vida, los toros son de derechas, lo mismo que Dios y la tortilla de patatas, mientras que el cambio climático, la ensalada de endivias y el ateísmo son cosa de rojos. No traten de entenderlo, es imposible.

Lo peor ha sido en el twitter. A Carlitos le ha caído una cellisca de insultos sencillamente espantosa. Son muchos cientos de mensajes ofensivos casi hasta las lindes del Código Penal, y la mayoría proceden (o eso dicen los autores) de gente que hasta el domingo pasado por la tarde adoraba al chaval pero que, veinticuatro horas después, le llaman asesino, carnicero, matarife, hipócrita, traidor, peligro para los niños y, naturalmente, facha.

Muchas veces me imagino a España como un prado en el que, en un extremo, hay una inmensa multitud dando voces; en el otro extremo, lo mismo, todos a gritos. Pero en el medio, en el ancho y espacioso césped que hay en el medio, no hay nadie: quizá alguna oveja pastando y algún despistado al que todos los demás apedrean, por tibio y por vendido. Esto ahora se llama polarización, pero no se preocupen que no es nuevo: lleva sucediendo más o menos cinco siglos. Y no se nos pasa.

Miguel Delibes, a propósito de su última y genial novela (El hereje) decía que, en el siglo XVI, Los Países Bajos, Flandes, Francia y el Reino Unido producían empresarios, mercaderes, navieros, tejedores, industriales, científicos. Mientras, España producía santos. Místicos. Algunos héroes. Había tal cantidad de gente que veía visiones y oía voces que la Inquisición andaba loca, desbordada, para distinguir a los simples chiflados de los “santos de verdad”. En eso seguimos. En eso y en cumplir a rajatabla la frase aquella de Juan Alfonso Coronel: “España (él lo limitaba a Castilla), que hace a sus hombres y los gasta”.

Encontramos un placer enfermizo, masoquista, en apedrear a quien muy poco tiempo antes adorábamos. Y todo, en este caso por ir a los toros

Solo hay una cosa que a los españoles nos guste más que crear líderes, ídolos, paladines a los que venerar: echarlos abajo. Sin contemplaciones. No tenemos término medio: o es una santa, o es una puta. O es un arcángel, o es un canalla. El tiempo que se tarda en pasar de una cosa a otra puede ser de días. O de semanas. Rara vez más. Encontramos un placer enfermizo, masoquista, en apedrear a quien muy poco tiempo antes adorábamos. Y todo, en este caso por ir a los toros.

Me revienta decir que a mí no me gustan los toros, porque eso, en este caso, debería ser lo de menos, pero es la verdad. Nunca me gustaron y fui a una corrida solo una vez, hace ya muchos años. Fue por obligación y aquel día supe que no volvería. Pero soy perfectamente capaz de comprender que la tauromaquia, la llamada (no sé por qué) “fiesta nacional”, forma parte de la tradición estética, cultural y hasta lingüística de una España que, en mi opinión, está dejando de existir. Lo mismo que las luchas de gladiadores fueron una de las señas de identidad del imperio romano, pero no de la actual Italia. Hace ya bastantes años, en el nosecuantésimo aniversario de la revista en la que yo me dejé media vida, me pidieron un largo análisis sobre la España de 1982 y la de entonces, tanto tiempo después. Mi texto terminaba vaticinando, quizá de manera algo presuntuosa, que las corridas de toros estaban destinadas a un lento pero irreversible ocaso, porque los valores que vertebraban la mentalidad de los ciudadanos de nuestro tiempo eran distintos y las nuevas generaciones difícilmente entenderían una fiesta que se basa en martirizar y matar a un hermoso animal.

No contaba con la furia casi religiosa de muchos antitaurinos. Ahora la veo y me resulta muy fácil de identificar: es la misma ira que ha movido a los españoles a descabezar ídolos, durante cuatro siglos

Creo que tenía razón: ese ocaso se está produciendo y el número de españoles a los que disgustan las corridas de toros no hace más que crecer. Pero cometí un error: no contaba con la furia casi religiosa de muchos antitaurinos. Ahora la veo y me resulta muy fácil de identificar: es la misma ira que ha movido a los españoles, a su sistema de valores y a su propensión a descabezar ídolos, durante cuatro siglos.

Carlos Alcaraz es un jovencísimo genio del tenis, pero se ha convertido (qué narices: lo hemos convertido) en algo que está muy por encima del deporte. Es un referente social, e incluso ético, para millones de personas. Es un fenómeno de masas. En Instagram tiene 4,2 millones de seguidores, diez veces más que el presidente del Gobierno y cien veces más que el Rey. Y en esas condiciones es muy difícil seguir siendo un ser humano.

Porque los seres humanos, todos, estamos hechos de luces y sombras, de virtudes y defectos, de contradicciones insolubles. De circunstancias, características o condiciones que a unos les gustarán y a otros no. Si eres un peatón corriente como ustedes y como yo, eso carece de importancia; pero si eres un ídolo o un superhéroe para millones de personas en todo el mundo, es mejor que tengas cuidado. Lo que pasa es que Carlitos tiene veinte años. Y a esa edad, a veces (casi siempre) es muy difícil tener cuidado.

Sabemos que el chico es madridista acérrimo pero eso, al menos por el momento, no le ha hecho merecedor del odio de los barcelonistas ni de los atléticos. Menos mal. Pero no sabemos (y si lo sabemos no lo decimos) cuáles son sus preferencias políticas, algo que sin la menor duda generaría división y encono entre sus fieles. Ni sabemos si tiene creencias religiosas, con lo que ocurriría lo mismo. Ni cuáles son sus preferencias sexuales, musicales, su educación; o qué piensa de los judíos y los palestinos, o de Putin y Zelenski, o de Trump, o de las vacunas, o del feminismo, o de la gramática generativa transformacional, o de mil cosas más. Solo sabemos que ha ido a los toros y que eso, para un muy crecido número de fanáticos, le ha convertido (en 24 horas) en algo peor que el asesino de Marta del Castillo, que Joseph Goebbels o que Luis Rubiales, quien, como todos ustedes saben ya, no es un simple gilipollas echao p’alante que se pasó siete pueblos con una chica, sino el colmo de la maldad humana, el destripador de Boston, el ideólogo de los torturadores serbios y el tipo que mató a Kennedy. Ah, y a Viriato. De niño, claro.

Tendremos que acostumbrarnos a que este chaval tenga cosas que nos gustan, que son muchas, y otras que no nos gustan tanto, que un día u otro iremos sabiendo; sean las que sean

La única posibilidad de que Carlos Alcaraz siga siendo lo que ha sido hasta el lunes pasado es que, en cuanto acabe el partido, lo metan en el sagrario, cierren por fuera y lo saquen de nuevo cuando tenga que volver a jugar, para que permanezca puro e inmaculado. Como eso es imposible, tendremos que acostumbrarnos a que este chaval tenga cosas que nos gustan, que son muchas, y otras que no nos gustan tanto, que un día u otro iremos sabiendo; sean las que sean. Es lo mismo que le pasa a toda la gente que conocemos, desde nuestra familia hasta el Papa. Y que eso no lo convierte ni en mejor ni en peor. Lo deja en la estatura aproximada de un ser humano, que es lo que es.

¿Que al chaval le gustan los toros? Pues muy bien. Y qué. Qué pasa por eso. Lo mismo le sucede a cientos de miles, quizá millones de personas, y no les vamos insultando por la calle. Le han dicho, entre otras mil barbaridades, que se ha convertido en un mal ejemplo para una infinidad de niños que hasta ahora le adoraban. Ah, sí, ¿eh? Quizá la mala influencia para esos niños es quien les inocula el odio hacia quienes no piensan como él. Quizá la mala influencia es quien no aprovecha la ocasión para explicar a los niños que la gente, toda la gente, está hecha de cosas que nos parecen bien y cosas que no, y que aceptar eso se llama tolerancia, respeto y voluntad de convivir. Cuando yo era un crío, había una frase terrible que se oía mucho: “Si me sale un hijo maricón, le pego un tiro; lo prefiero muerto”. Lo que yo he leído en redes sociales sobre Carlitos, del lunes para acá, apenas difiere de esa actitud, salvo en el crimen: ahora es que el niño salga taurino. ¿En qué hemos cambiado, caramba?

Tiene veinte años. Es muy probable que, un día u otro, los toros le dejen de gustar. O quizá no. ¿Por qué eso es tan importante? ¿Hace que juegue mejor al tenis? ¿O que juegue peor? No, ¿verdad? ¿Le hace más popular… o le hace más completo, porque sabemos más cosas de él?

A mí me parece muy bien que haya admiradores o fans suyos que hayan dejado de serlo por esta estupidez. Hay seguidores que es mejor no tener, porque te exigen que seas como ellos. En todo. Y eso, además de que es imposible, sería insoportable.

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