Opinión

La carta que debió escribir Marina Castaño a 'su difunto'

Querida Marina Castaño. Escribir sobre el amor perdido no es sencillo, pues resulta difícil evitar la hipérbole o la pedantería. Quien lo hace y no es brillante, suele abundar en

Querida Marina Castaño. Escribir sobre el amor perdido no es sencillo, pues resulta difícil evitar la hipérbole o la pedantería. Quien lo hace y no es brillante, suele abundar en lugares comunes que conocemos al dedillo. Ya sabes: los que hacen referencia al lado de la cama desierto, al desagüe de la ducha sin pelos, a las luces apagadas al llegar a casa, la cena fría, la bronca en el juzgado, el mar de lágrimas y la mitad del armario -vacía-, convertida en un agujero negro que succiona el buen ánimo. Nada nuevo. Nada imprescindible.

Decidiste hace unos días dedicar una carta a Camilo José Cela en el 20 aniversario de su muerte y digamos que el ejercicio no te salió bien del todo. Es complejo resumir dos décadas en unas líneas. La nostalgia y el rencor envuelven a los recuerdos de una subjetividad que distorsiona el relato.

Estaría bien poseer imágenes de nuestro pasado para que, al contárselo a un ser querido ausente, como tú has hecho, pudiéramos ser precisos en la descripción de los fracasos, de las alegrías o de la verdadera evolución de la calvicie o de las arrugas.

Esa opción no existe, así que conviene apañarse con los recursos de los que nos dota la memoria. Pero tu carta, Marina Castaño... digamos que no es cariñosa. O no lo parece. Porque se compone de una sucesión de fatalidades: la indeseada concepción de la Fundación Camilo José Cela, la marcha de Juan Carlos I, los litigios entre sus herederos, los atentados de Atocha, las maniobras de las feministas en la RAE...y lo del cirujano vascular. Quizás hubiera estado bien omitir la profesión. Porque no conozco a un hombre tan seguro de sí mismo como para no sentirse herido en su orgullo cuando su exesposa le dice que ha rehecho su vida con un cirujano. Estudiado, habilidoso, preciso, con recursos... Bastaría con contar: “La vida me trata bien, soy feliz”. Lo del cirujano no... Si fuera periodista, podría mencionarse. Perdedores, sí. Lo del cirujano..., es causar un dolor innecesario.

Carta a los nietos

Los documentos que apelan a la memoria suelen recordarme a esa gran novela de Sándor Márai, que es El último encuentro. Cuenta la reunión de dos antiguos amigos tras varias décadas en la distancia. Allí, alrededor de una mesa, afloran los recuerdos, la desconfianza, el rencor, las confesiones, la incomodidad..., su sensación de que, en su senectud, son excesivamente vulnerables, pero, a la vez, más libres que nunca para decirse todo lo que les plazca sin temor a su represalia...

La obra retrata con maestría lo difícil que es confesar los sentimientos y las reflexiones más personales a alguien a quien se perdió de vista hace mucho tiempo. Quizás por eso derrapó en su carta Marina Castaño, pues sus muestras de cariño quedan sepultadas en el texto bajo una tonelada de misantropía y noticias indeseadas. Digamos que, más que el recordatorio de una viuda enamorada, parece una exposición de traiciones y desencuentros.

Puestos a abundar en lo relativo a la adversidad, podía haber elevado sus miras para describir al muerto el proceso por el que España ha perdido en las últimas dos décadas el optimismo que acompaña a las democracias nuevas y a los proyectos jóvenes; lo que le ha sumido en una sensación de abatimiento. La que suele aparecer cuando se aproxima un fin de ciclo. La misma que asalta a los personajes de El último encuentro cuando comprueban que el esplendor de la Hungría imperial se ha disipado, hasta el punto de costarles incluso reconocer su propio país.

El caso es que, sin ese optimismo, España ha entrado en depresión y los falsos mesías han aprovechado ese estado de ánimo para medrar a partir de falsas promesas. Leía un buen artículo el otro día -y he sido incapaz de encontrarlo- que afirmaba que los nacidos con el baby boom son ambiciosos porque crecieron en una sociedad con amplias miras. Los millenial en cambio son llorones, pues les prometieron un futuro que se esfumó en 2008; y los siguientes, los zoomers, los que no han conocido el optimismo de los 80 y los 90, son agoreros porque han crecido con mensajes de ese estilo.

Vuestros nietos en común -aunque hijastros tenéis los dos- hubieran sido zoomers, querida Marina Castaño, así que una buena forma de comenzar la misiva sería ésa:

“Nos criticaron por nuestra diferencia de edad, pero esa circunstancia vegetativa resultó todo un acierto. No tuvimos hijos juntos, así que tampoco nietos en común, por lo que ahorraremos a esos seres que nunca nacerán la preocupación sobre la decadencia de su país, amenazado por misiles económicos, ideológicos y nacionalistas; por la precariedad y el oportunismo; y por cierta forma populista de hacer política que le acerca irremediablemente al modelo peronista, que implica ruina, desfachatez y desacierto.

Se ahorrarán los nonatos las historias de terror sobre la deuda y sus consecuencias. También los titulares rimbombantes de las sectas mediáticas y los relatos de esas corruptelas que han sido siempre habituales por estas tierras, pero que resultan especialmente lacerantes cuando la población se empobrece.

Existe además una agresividad creciente en el contexto internacional y vete a saber, esposo mío, si lo de Rusia y Ucrania no termina en conflicto a gran escala. Y el mundo es mucho menos emocionante desde que apareció un nuevo patógeno respiratorio que hizo enfermar a los ciudadanos de varios modos. Desde el sanitario hasta el espiritual. Así que Camilo, acertamos. Vaya si acertamos. Al menos, en lo tocante a nosotros dos”.

Pero bueno, dicho esto, tampoco hace falta explayarse en exceso en estos casos. A veces, todo se soluciona con una sencilla esquela de homenaje para que, al menos, quienes lean al periódico recuerden al muerto. Hay un entrañable viudo madrileño que durante los últimos años ha publicado un recordatorio de este tipo en la prensa madrileña. En el 16 aniversario del deceso, escribió lo siguiente sobre sus hijos: “No se van de casa ni con agua caliente. Yo debería estar instalado en el lamento, pero, a decir verdad, no soy partidario de encender la caldera”.

Y lo del cirujano vascular, pues no..., eso mejor no.

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