Sí, ya sé que me equivoco. Que es impensable que haya elecciones anticipadas, y que no es fácil adaptarse a las obsesiones de los iliberales ni a su apego con cemento al poder. Que la ingenuidad no cotiza en el análisis político, y que cuando una legislatura parece que no aguanta, siempre resiste un poco más con una vuelta de tuerca imposible. Una sociedad amodorrada lo soporta y digiere todo. Pero me resisto a negar que siempre quede un resquicio, un alarde de soberbia de quien puede convocar elecciones, un arranque de osadía. Una ruptura del tablero a las bravas.
La anomalía se ha apoderado del Congreso. Será legal que una comisión de Hacienda se paralice cuatro horas y media para agasajar a Puigdemont, pero no debería serlo. Será legal modificar una mayoría cualificada de tres quintos que ha funcionado más de cuarenta años, y sustituirla por una mera mayoría absoluta. Será legal reformar leyes con disposiciones postizas que nada tienen que ver con la norma que se aprueba realmente. Será legal que el letrado mayor imponga lo que nunca había impuesto antes nadie en todo el cuerpo de letrados. Será legal que el Congreso imponga un veto al Senado hurtándole funciones. Será legal también que el Gobierno desprecie la fiscalización de la oposición. Y será legal que el Parlamento quede sojuzgado a la exclusiva voluntad del Gobierno aunque para ello haya que retorcer los reglamentos hasta límites inéditos. Pero nada de esto debería serlo.
Todo es tan legal como anómalo, y la desvirtuación del Congreso se ha normalizado tanto que ni siquiera llama a escándalo. Porque todo es gris, técnico, aburrido, y porque sigue existiendo la percepción de que ya hemos normalizado sin más las típicas prácticas filibusteristas de una clase política aislada en su burbuja. La habituación a la degradación institucional ya es lo de menos y se da por descontada.
En este contexto de fórceps parlamentarios se bandea Pedro Sánchez como mejor sabe y puede. Sin embargo, algo novedoso en la hoja de ruta del sanchismo parece estar cambiando en las últimas semanas, y no son solo sus enredos imposibles con socios que le perciben débil. La rutina parece cambiar. Algunos de ellos intuyen en su endeblez, ahora sí, el inicio de un fin de ciclo. Sánchez se ha entregado abiertamente a representar el papel de perseguido en una democracia enferma a manos de un Estado represor. Ya lo hizo con su carta del pasado abril, pero remontó. Su fallida estrategia de deslegitimar a los jueces y su pretensión de dar carpetazo a la corrupción le vuelve a inclinar hacia un victimismo sobreactuado. Sánchez recurre al mismo argumento que el propio Puigdemont, el de alguien incomprendido que se ve forzado a fugarse de una democracia envenenada porque un Estado injusto le quiere condenar sin motivo. También Otegi se pasa la vida hablando de los asesinos como ‘presos políticos’. O Junqueras. El argumento enlaza con el que ideó el Tribunal Constitucional para victimizar a condenados por los ERE y fabricar una malversación de caudales públicos a medida que en realidad solo deja de ser malversación durante un ratito y para unos pocos. El resto, que se fastidie.
Sánchez recurre al mismo argumento que el propio Puigdemont, el de alguien incomprendido que se ve forzado a fugarse de una democracia envenenada porque un Estado injusto le quiere condenar sin motivo
La teoría es sencilla: en España los jueces son de derechas, convierten a los justiciables en mártires de una persecución injusta por razones políticas y, en definitiva, todo confluye en que como la derecha no puede ganar en las urnas las mayorías suficientes, el ‘deep state’ o un ‘shadow gabinet’, compra jueces conniventes, ideológicamente afines y corruptos. Jueces al servicio del PP contra Sánchez. El montaje queda así concluido: el digno luchador de una causa justa, la de la honestidad y la limpieza en una democracia pura, queda inerme frente a un Estado odiador que se resiste a la idílica convivencia de una España en progreso.
El victimismo en Sánchez, un ‘killer’ sin alma que se vanagloria de serlo, le queda extraño porque no es algo propio de caracteres duros, fuertes e impositivos. En realidad él sabe que no hay jueces justicieros. ¿Olvida su desesperado intento por ofrecer a Manuel Marchena el Tribunal Supremo, el TC, o lo que quisiera, para tratar de atraerlo al sanchismo? Que va. Su desprecio a los jueces solo prepara el terreno para otros planes. No le queda bien el papel de plañidera impotente. No le pega por más que lo haya utilizado en 2019 y 2023, justo antes, por cierto, de convocar elecciones. Y no es creíble porque todo en Sánchez es tacticismo puro y duro. ¿Qué le lleva a este retorno al victimismo sin disimulo? Es sencillo. Crear confusión en una base social prácticamente inamovible de siete millones de votantes para que se fíen de él y de su kirchnerismo protector frente a la amenaza conservadora. Y así lo fractura todo. Porque Sánchez vive de la división y gana en ella. Por ello, se siente obligado a crear una realidad virtual, la de que los jueces no sólo no hacen su trabajo, sino que incurren en una oscura confabulación para que la democracia mantenga vivos los estertores del franquismo contra él. La ventaja que tiene Sánchez es que puede convertir este argumento en fácilmente creíble para quienes lo quieran escuchar. La desventaja, que es mentira.
En cualquier caso, Sánchez ha vuelto a modificar su discurso. Ha mutado de presidente todopoderoso a pobre presidente condenado sin motivos por el sistema. ¿Por qué? Sólo caben dos opciones. Su risa nerviosa y sobreactuada delata nervios, descontrol de la escena, pérdida de seguridad… y temor a una hipotética imputación. Es mucho lo que aún está oculto en los teléfonos investigados por la UCO, entre ellos el del fiscal general del Estado. Cuentan que Sánchez se ha pertrechado de asesores, alguno de ellos antiguo magistrado del Supremo, con la idea de sopesar los distintos escenarios procesales tanto en el caso de que se produjese su imputación siendo presidente del Gobierno, como si eso ocurriera… una vez disueltas las Cortes. ¿Piensa en elecciones?
Su desprecio a los jueces solo prepara el terreno para otros planes. No le queda bien el papel de plañidera impotente. No le pega por más que lo haya utilizado en 2019 y 2023, justo antes, por cierto, de convocar elecciones. Y no es creíble porque todo en Sánchez es tacticismo puro y duro
Esto alimenta la segunda derivada: el creciente caos de gobernar con la ‘mayoría del camelo’ y los primeros indicios de que empieza a ser un presidente amortizado. La tesis de un adelanto electoral es recurrente frente a su obsesión por repetir que aguantará, aun sin Presupuestos, hasta 2027. Pero nadie puede albergar dudas de que Sánchez está obligado a manejar ese escenario sencillamente porque la legislatura no depende de él. Es lo que políticamente está desquiciando al PSOE y lo que provoca un despertar a la realidad. Por eso, evadirse con victimismo o diseñar un festival antifranquista cada cuatro días en 2025 es el guion perfecto para prediseñar una posible estrategia electoral. O al menos, para sopesarla.
El amante de los golpes de efecto, el Houdini electoral, el experto en torsiones imposibles, es capaz de convocar elecciones con media familia imputada, con un comisionista apuntando hacia Moncloa, con el móvil del fiscal general abierto en canal, y con Sumar hundido. Quizás la inercia de las cosas y la deriva sin timón sean insuperables hasta para el todopoderoso Sánchez. La costumbre dicta que cuando se pone en modo Calimero y se refugia en una conspiración global, a menudo le sirve como coartada para una impactante pirueta. En la pandemia, el presidente nos legó una de esas muchas expresiones biensonantes diseñadas por verdaderos escultores de la demagogia: la desescalada. Quizás la suya está más próxima de lo que él pueda creer. Quizás, sólo quizás, camino de una ‘nueva normalidad’.
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