Cuando este jueves Pablo Casado aterrice en el Palacio de la Moncloa, en respuesta a una invitación de la que se enteró por la prensa, quizás salude a su anfitrión con un irónico interrogante: "El generalísimo Sánchez, supongo". El presidente del Gobierno, en efecto, acaba de mutar de piel y se ha convertido en un ardoroso guerrero con hechuras de hazañas bélicas. Ya nos advirtió Carmen Calvo sobre el espíritu camaleónico del personaje, su vocación de Zelig, de mimetizarse con el biotopo según las necesidades. Casado lo conoce bien. Acude a la Moncloa prevenido y con no demasiado margen de maniobra. Pero ya hay quien desliza que este jueves puede formarse el embrión de lo que, superado el drama sanitario, se convierta en una sorpresa.
Todo vale en el amor y en la guerra. Sánchez no parece muy de amor. Más bien, de odio y rencor. Y ahora, también, muy de guerra. Se ha creado un personaje imaginario, el de comandante en jefe. Se ha apropiado de un lenguaje épico y bélico, entre un Patton de guardarropía y el sargento Aresinvia de la puta mili, y así comparece ante su audiencia en un cambio de registro tan notable que ha provocado general estupefacción.
En su última performance, este domingo, el artificial caudillo pronunció casi una decena de veces la palabra 'guerra', adobada con un buen puñado de expresiones bélicas. Una arenga particularmente encendida que no dejó de llamar la atención a la sonámbula audiencia. Sonaba a falso por venir de quien viene, de ese arrogante socialista que, hasta ayer mismo, abominaba de las Fuerzas Armadas y soñaba con dinamitar el presupuesto del Ministerio de Defensa. Pero tenía un propósito claro. Un volantazo más, otro cambio de guión para borrar pistas y camuflar la montaña de errores. En tiempos de convulsión, nada mejor que calzarse la gorra de plato, colgarse unos entorchados, enfundarse el uniforme de combate y autoproclamarse generalísimo de los ejércitos en una guerra que jamás existió.
La existencia de un enemigo externo obliga a los disidentes a cerrar filas con el poder, salvo riesgo de ser considerados traidores, acalla las voces críticas, exalta los ánimos e inflama el espíritu de la tribu
Un juego de máscaras, un artilugio propagandístico del taller de Iván Redondo. Colapsado por su ineficacia, impotente en su inutilidad, este Gobierno necesita crearse un escenario artificial para escabullirse de la incómoda verdad. Cuando van mal las cosas, toda autocracia precisa de un enemigo. ¿Qué mejor que declararle formalmente la guerra a un virus?. Al cabo, es un monstruo fantasmagórico y planetario. En todo conflicto bélico, la existencia de un enemigo externo obliga a los disidentes a cerrar filas en torno al poder, salvo riesgo de ser considerados traidores, acalla las voces críticas, censura los medios independientes, exalta los ánimos e inflama el espíritu de la tribu frente al peligro que acecha extramuros.
Médicos y ancianos
Todo son beneficios. Viva, pues, la guerra. Encaja a la perfección en la estrategia unívoca de Redondo. Win, win. Ganar o ganar. Si los daños causados por la epidemia en nuestro país resultan finalmente aún más apocalípticos que hasta ahora (campeones del mundo en número de muertos por millón de habitantes) el factor guerra mutualiza las culpas, licua los errores, diluye las responsabilidades. Y cuando todo haya terminado, sólo habrá merecedor de los laureles, sólo un individuo victorioso, el gran líder que logró domar la curva del horror y derrotar el pico del espanto.
Todo lo ocurrido, se supone, quedará sumergido en las brumas del pasado. "Unidad y unidad, primero ganar esta batalla, luego ya veremos", cacatúan los corifeos orgánicos en su discurso monocorde por borrar las pistas de la culpa. Un empeño complicado. Demasiados muertos, demasiada arrogancia, demasiadas pifias, ninguna autocrítica. Por más que señalen a Díaz Ayuso, por más que salpiquen al PP. No cuela. Además, siempre pervivirán dos elementos delatores del insoportable dolor: los ancianos de las residencias abandonados a una muerte inhumana y los sanitarios tratados como carne de cañón.
Aunque odie a Casado, Sánchez está hasta el gorro de Iglesias. Sabe que no puede afrontar la nueva etapa, negra y terrible, con la mera compañía de Podemos y ERC, dos socios impresentables
Hay algo de desmesurado histrionismo en el cambio de libreto de Sánchez, en la asunción de un papel tan extemporáneo. Del 'Mi persona' a 'Yo, el Supremo'. Una chirriante pirueta que quizás evidencia serios problemas en la maquinaria monclovita. Hay voces que aventuran ya la ruptura del tandem Pedro&Pablo. y la búsqueda, por parte de Sánchez, de una abstención constructiva del PP. Esa ha sido de siempre una especie de fijación de Iván, que se vió forzado a improvisar la coalición Frankenstein tras los nefastos resultados de las generales del pasado 20-N.
Aunque odie a Casado, Sánchez no soporta a Iglesias, dedicado, en forma enfermiza, a la exaltación de la República y la agresión a la Corona. Sabe que no puede afrontar la nueva etapa, negra y terrible como vaticinó el FMI, con el enojoso y intemperante apoyo de Podemos y ERC, dos formaciones inauditas en la Europa moderna. Necesita al primer partido de la oposición para, en primer lugar, que le ayude a blanquear su negligente y quizás delictiva gestión de la crisis de la epidemia. Y para mucho más.
Es preciso estar muy atentos a lo que suceda esta semana en la ronda de los Pactos de la Moncloa. Hay que afinar la oreja en esos despachos del Palacio donde Iván maneja su tablero de ajedrez. Casado, tras saludar al 'generalísimo', le ofrecerá, como ha hecho hasta ahora, colaboración leal y políticas de Estado. Y le exigirá con rotundidad un 'fuera Iglesias'. El presidente tendrá dos opciones: o mantenerse a lomos de un tigre que terminará devorándole, o llegar a alguna fórmula de acuerdo con PP, Cs, los empresarios y la UE. El 98% de quienes lo conocen (y de quienes sólo tienen referencias mediáticas del personaje) se inclinarán por la primera opción. Es posible, pero no conviene cerrar las puertas a la sorpresa. Todo vale en el amor y en la guerra. Y Sánchez se encuentra en una curiosa fase mutante.
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