Opinión

Caso Oltra: los fascistas antifascistas

Lo que hemos visto, ese espectáculo de los líderes que gobiernan en Valencia, incluye todos los componentes del fascismo camuflado como antifascismo

No quería dimitir para poder luchar contra el fascismo. Así se explicaba la vicepresidenta del Gobierno de la Comunidad Valenciana, Mónica Oltra, acusada de los peores delitos en el ejercicio de un cargo político. Sostenía que para defender la democracia tendría que incumplir los códigos más sagrados de la función pública. Terminó dimitiendo en medio de una reyerta con Ximo Puig, el presidente, digna de un guion de Scorsese, el de Uno de los nuestros.

El caso Oltra servirá para que ya nadie pueda alegar ignorancia sobre la catadura moral de la llamada izquierda soberanista. Importa averiguar de qué se trata. Muchos pensadores han explicado que para entender algo, antes se debe poner nombre a la cosa. Pues bien, lo que hemos visto, ese espectáculo de los líderes que gobiernan en Valencia, incluye todos los componentes del fascismo camuflado como antifascismo.

Llamemos a las cosas por su nombre. Toda la basura exhibida -¡qué indecente la defensa de Oltra por un compinche suyo llamado Baldoví!- es pura expresión de fascismo. Al oírles recordé a Emilio Gentile y su obra Quién es fascista (2019). Este historiador italiano tiene acuñada la expresión antifascismo fascista para ubicar a quienes, asignándose la autoridad de decidir quién es fascista, se comportan como los fascistas más abyectos.

Gentile estudió en detalle cómo los comunistas, siguiendo instrucciones de Stalin, se arrogaron hace cien años la autoridad para denunciar como “fascistas, semifascistas o primos de los fascistas” a todos los que no seguían su credo. “Objetivamente fascistas”, remachaban. Hoy se repiten las mismas palabras, similares motivaciones, y desde filosofías políticas emparentadas.

La vicepresidenta valenciana habría sido víctima de una persecución fascista, dicho así, sin anestesia, en la televisión pública española. No son una excepción

Las justificaciones desplegadas para defender la resistencia a dimitir de Oltra salen del manual del antifascismo fascista actualizado. Resumido: grita “fascista” y no necesitarás argumentar nada. Como ejemplo, un programa de debate político dirigido por el inefable activista Javier Ruiz en TVE. La vicepresidenta valenciana habría sido víctima de una persecución fascista, dicho así, sin anestesia, en la televisión pública española. No son una excepción.

Que en España estén instaladas estas prácticas tiene mucho que ver con la manipulación del lenguaje para convertir en fascista a quien no sea “uno de los nuestros”. Es una táctica orientada a normalizar la idea de España como un país en el que no existiría extrema izquierda. Responden al enunciado de Gentile: es fascismo concebir el debate político “como una guerra civil” que nunca termina. El virus se ha instalado en todos los espacios de formación de opinión. Un ejemplo. El actor Álvaro Morte interpreta a Juan Sebastián Elcano, el gran marino pionero español, como “un tipo muy de izquierdas”. Uno de los nuestros, ¡en el siglo XVI! Lo hace, dice, “para evitar que se lo apropien”. Ese es el nivel.

El caso Oltra desenmascara a la izquierda gobernante, sobre todo a la que lidera Yolanda Díaz, prologuista emocionada de una nueva edición del Manifiesto Comunista. Asistimos al desplazamiento de España hacia lo que el historiador Pierre Rosanvallon denomina con el neologismo democradura, un régimen político que combina “las apariencias democráticas con un ejercicio autoritario del poder”. Lo que ha logrado Pedro Sánchez es dar la espalda a una obligación central en democracia, la de responder a la obligación de dar explicaciones. Ha convertido al gobierno en un circo en el que todo es publicidad.

La vicepresidenta valenciana habría sido víctima de una persecución fascista, dicho así, sin anestesia, en la televisión pública española. No son una excepción

Contra eso reaccionaron los electores del 19-J, y los “análisis” para interpretar los resultados son patéticos. Como negar trasvase de votos del PSOE al PP. O aludir a la división de la izquierda como causa de la derrota, ignorando que competían tres candidaturas en un lado y tres en el otro. Pero sencillamente, muchos electores supuestamente atados a esas izquierdas fueron a votar, pero votaron al PP. Dijeron basta, eso es todo. De paso inutilizaron la única tecla electoral de Sánchez, la del temor a Vox.

La aventura sanchista se agota y deja una España al borde del colapso. Como referencias para entender el desastre, ahí están los populismos de izquierda latinoamericanos en alza. Para sumar votos todos emplean las técnicas de camuflaje comunista habituales. Como aquí el PCE, que pasó a llamarse IU, Unidas Podemos, Comunes, MAS -como en Bolivia-, Compromís, Mareas y -con Díaz, Oltra, Colau, Errejón- Frente Amplio, Suma, o lo que sea menester. En resultados para las economías nacionales nunca defraudan. Aseguran la debacle siempre, caso a caso.

Papeletas como puñales

Afortunadamente, los andaluces les han parado en seco y no les dejan opciones para modificar la ruta anticipada con su voto. Aunque los medios de comunicación sanchistas, ampliamente mayoritarios, siguen intentándolo, ya son únicamente la radio que sigue sonando desde el coche estrellado en la cuneta, como si nada hubiera pasado. Pero pasó. El día de la votación las papeletas eran puñales y la sentencia es firme, inapelable.

A Núñez Feijóo le corresponde liderar el cambio para salir del pozo. Podría haber sido de otra forma, pero los hechos le han convertido a él en la única salida viable. Su primer desafío urgente será evitar daños mayores en el tiempo de espera que el gobierno va a alargar todo lo que pueda.  Que el sanchismo no convierta su agonía en mayores desgracias para los españoles es hoy la prioridad nacional número uno. Y no se trata tanto de un cambio de ciclo (PP-PSOE) como de ponerle fin a una pesadilla.

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