Opinión

Un caso para Sam Spade

Tirones de bolso, carriles bici, zonas pacificadas, nada conseguía amedrentarlo. Pero quizás aquello le venía demasiado grande…

  • Sam Spade

Sam Spade encendió a la vez siete cigarrillos traídos de contrabando desde Canadá mientras se servía una generosa dosis de una conocida bebida azucarada, seguramente fabricada en la bañera de algún traficante de refrescos de cola en Jersey. Desde que la gobernadora Mac Colau había decretado la prohibición de casi todas las cosas que le gustaban conseguir un pitillo en condiciones o un buen vaso de cola era más difícil que hallar un político honesto en el ayuntamiento.

La ayudante de Sam, que antes se llamaba Ellen, luego Horace y que había transitado sucesivamente de género siendo primero mujer, luego hombre, después otra vez mujer y ahora se reclamaba como perchero le dijo adiós desde la puerta del desvencijado despacho de la cada vez más decrépita agencia de detectives Spade y asociados. La compartía con un grupo okupa que tocaba heavy metal, la sección de cuerda de la Filarmónica de Boston, un colectivo que creía que las coliflores eran diose extraterrestres y el contable del bingo “Los tres hermanos de Calahorra” de Atlantic City. Aunque el local no tenía más que veinte metros cuadrados, se las apañaban porque, como decía el contable, “Peor sería que gobernase la derecha”.

De pronto, una figura abrió de golpe la puerta, tambaleándose como la horquilla de voto de Ciudadanos. No hacía falta ser un lince cómo Tezanos para ver que a aquel tipo le habían metido cuatro folletos de Yolanda Díaz en el cuerpo. El individuo era marinero, lo que Spade dedujo gracias a su legendaria intuición: iba vestido de marinero, llevaba gorra de marinero, del bolsillo de su abrigo sobresalía un arenque, llevaba un pulpo enroscado en la pierna derecha y alguien le había atado al cuello un ancla de por lo menos media tonelada con el logo de Open Arms. Casi sin fuerzas, se desplomó sobre la mesa, echando bruscamente a la sección de cuerda que, precisamente, ensayaba el concierto para dos violines y cuerda en Re Menor Opus 1043 de Johann Sebastian Bach. Con un hilo de voz todavía tuvo tiempo de murmurar “Spade… mi abrigo… Es la única solución…”, tras lo cual murió dejando sin pagar el bono Bicing de cincuenta euros anuales, modalidad tarifa plana. Con que esas teníamos. Alguien se lo había cargado y pretendían ahora endosarle a él el cadáver. Aquella ciudad apestaba tanto que sus habitantes habían adoptado la costumbre de colgarse un Ambipur olor a pino de la nariz, de modo que uno ya no podía besar a nadie sin riesgo a equivocarse y meterle la lengua al chisme ese.

Mientras cacheaba al difunto entró el perchero, bueno, ayudante y gritando como Montero en un mitin dijo “¡Sam, está muerto!”. “Eso ya lo sé, Sherlock” masculló el detective a lo que el perchero respondió “No me oprimas, machista, soy un perchero”. Los ágiles dedos de Spade se toparon con un papel que el marino, más muerto que la propiedad privada en aquella ciudad, llevaba oculto en el forro de su viejo tabardo. “¿Qué es eso, Sam?” dijo el perchero con inquietud. Sam extendió el trozo de papel arrugado y, con sonrisa cínica, vio que era un papeleta de voto. “Elecciones municipales y autonómicas”, leyó en voz alta. Se atizó otro lingotazo de cola ante la mirada reprobadora del perchero y respondió suavemente. “Es la papeleta de un partido que no es de izquierdas, separatista ni bilduetarra”. “No entiendo”. “Te lo diré claro, muñeca, muñeca, muñeque, perchero. Esto es el material con el que se forjan los sueños”.

Y la sección de cuerda de la Filarmónica de Boston continuó tocando a Bach mientras Spade rebuscó entre el revoltijo de documentos de su cajón. Ahí tenía que estar su tarjeta censal. Iría a votar. Se lo debía al marinero.

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