Pau Molins, abogado defensor de Alexandre Sandro Rosell, argumentaba ante amigos este martes en Barcelona que esperaba una sentencia condenatoria para su defendido por parte de la Audiencia Nacional. “Le meterán uno o dos años de condena, y como ya ha pasado ese tiempo en la cárcel, pues a la calle… No me cabe en la cabeza que puedas absolver a un tío que has tenido 21 meses en prisión preventiva, no lo puedo ni imaginar, es que se vendría abajo el Estado”. El Estado no se ha venido abajo, evidentemente, pero la sorpresa fue ayer tan notable, el escándalo tan mayúsculo, que hasta los cimientos de la judicatura acusaron el esfuerzo de una sentencia por la cual Rosell y otros cinco más incluidos en el mismo paquete fueron absueltos de un delito de blanqueo de capitales y otro de organización criminal por el presunto lavado de comisiones ilegales, 14,9 millones de euros, obtenidos por la retransmisión de 24 partidos amistosos de la selección brasileña de fútbol y un contrato de esponsorización de esa selección con Nike. La Sección Primera de la Sala de lo Penal considera que tales delitos no han sido probados ("Solo nos ha sido posible llegar hasta donde hemos llegado"), por lo que debe prevalecer el principio de “in dubio pro reo”.
Y bien, ¿quién arregla ahora el estropicio causado por esos 21 meses dilapidados a la sombra de Soto del Real? ¿Quién resarce al aludido del viacrucis de esos casi dos años capaces de amargar una vida, romper una familia, destruir una reputación y dañar seriamente un patrimonio? ¿Cómo se puede utilizar la prisión preventiva durante tanto tiempo sin pruebas sólidas capaces de apuntalar los supuestos delitos que se investigan? ¿Cómo se puede jugar tan alegremente con algo tan serio como la libertad de una persona, el don más preciado de cualquier humano? La decisión de la Audiencia permite imaginar que los señores magistrados no han encontrado nada, no han podido “ni salvar los muebles” (expresión literal ayer de un juez en ejercicio), por lo que no han tenido más remedio que dejar a la juez instructora, Carmen Lamela (llegó a argumentar en sus autos que el ex dirigente azulgrana “había hecho del delito su forma de vida”) a los pies de los caballos, y lo mismo al representante del ministerio fiscal, el gallardo José Javier Polo, que ha compuesto en el caso una de sus más brillantes partituras.
En una entrevista aparecida en El Mundo en julio pasado, Rosell defendía su inocencia asegurando que “si no hubiera sido presidente del FC Barcelona no estaría en prisión”
En el equipo jurídico de Rosell se apuntaba ayer la posibilidad de presentar una querella contra Lamela, cuyas posibilidades de prosperar son muy escasas por la dificultad de acreditar la existencia de dolo en la fase de instrucción. Conviene resaltar que los autos de prisión (numerosos) ratificados por la instructora fueron recurridos por la defensa ante la Sala de Apelaciones de la Audiencia Nacional y confirmados por la misma. Idéntica suerte podría correr la exigencia de algún tipo de compensación dineraria por esos 21 meses dilapidados en prisión. Que se sepa, las reclamaciones de inculpados absueltos por falta de pruebas en base al principio de presunción de inocencia nunca han dado derecho a indemnización. Cabría, en todo caso, interponer una queja ante el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) para forzarle a abrir el correspondiente expediente a una magistrada cuyo nombre se ha visto rodeado de polémica en relación a algunos episodios que tienen que ver con el FC Barcelona y con el Real Madrid que preside Florentino Pérez. Sería la mínima reparación que un país serio debería exigir al órgano de gobierno de los jueces tras el escándalo que nos ocupa.
En una entrevista aparecida en El Mundo en julio pasado, Rosell defendía su inocencia: “Si no hubiera sido presidente del FC Barcelona no estaría en prisión” (…) “Estoy en la cárcel por un contrato firmado en Brasil en 2006, del cual ninguna de las empresas privadas que participó ha reclamado nada” (…) "La Fiscalía dice que he blanqueado dinero de comisiones ilegales, cuando en realidad se me pagó por mi trabajo en la consecución de los derechos televisivos de la selección brasileña, que pasó a cobrar más de un millón de dólares por partido, el doble de lo que ingresaba antes” (…) “¿En qué otro caso la Fiscalía se ha dedicado a investigar unos hechos producidos hace doce años en otro país, sin que allí sean delito y sin que las partes privadas implicadas reclamen nada?”. Una presidencia maldita la del FC Barcelona, con mucha exposición social, mucho cortejo político, mucho dinero en juego y demasiado riesgo de caer en alguna trampa tendida por las envidias que cobijan los palcos de los grandes clubes.
Poner coto a la prisión provisional
Alguna respuesta a lo ocurrido con Rosell debería dar la “autoridad competente”, desde luego el CGPJ y tal vez el ministro del ramo. Las similitudes de este caso con el que actualmente afecta al ex ministro Eduardo Zaplana son notables. La juez Isabel Rodríguez lo puso en libertad el pasado febrero tras haberlo mantenido nueve meses en prisión provisional a pesar de la grave leucemia que padece, y después de haber rechazado hasta en cinco ocasiones otras tantas peticiones de libertad vigilada. La instructora le acusa de graves delitos [su última decisión consistió en bloquearle 6,3 millones de origen supuestamente delictivo y radicados en Suiza], pero el ex ministro del PP proclama su inocencia a los cuatro vientos y sus amigos, que no son pocos ni desvalidos, sostienen que Zaplana no se ha llevado un duro y que la juez no tiene ninguna prueba sólida contra él.
Todo lo cual nos lleva a plantear como práctica inaceptable el abuso que algunos jueces de instrucción, particularmente los del Juzgado Central de la Audiencia Nacional, alegremente cometen con la prisión provisional, una medida extremadamente severa que debería ser adoptada en aquellos casos en que existan pruebas razonables de la comisión de un delito. En la judicatura es un lugar común oír hablar de “la ligereza con la que los jueces de la Audiencia meten a la gente entre rejas”. Alguien aludía ayer a que esos jueces y fiscales que abusan de la preventiva deberían probar en sus carnes la misma medicina, y por el mismo tiempo, en caso de que al final resultara acreditada la inocencia de sus investigados. Sería una forma de que los aguerridos instructores se lo pensaran dos veces antes de privar a nadie de libertad sin pruebas sólidas.
Más importante aún parece la necesidad de que nuestro aparato judicial se dote de los mecanismos oportunos para valorar y controlar –sancionar en su caso- la labor de los jueces sin trasnochados corporativismos. ¿Quién vigila al vigilante? Los jueces tendrían que rendir cuentas, como cualquier ciudadano, del desempeño de su cargo. Este es un país indefenso ante los potenciales abusos de determinados cuerpos de elite de la Administración. Un país en el que la presunción de inocencia se ha convertido en una auténtica entelequia en el caso de (algunos) jueces y no digamos ya de una mayoría de inspectores de Hacienda, por citar solo dos de tales cuerpos. Es una manifestación grosera del mal funcionamiento de las instituciones y la constatación empírica de la mala calidad de nuestra democracia, algo que, más allá de palabras grandilocuentes, afecta directamente a la vida y hacienda de los ciudadanos. Algún día llegaremos los españoles al convencimiento de que nuestros derechos deben ser respetados en primer lugar por los servidores del Estado cuyo sueldo pagamos. Episodios, en fin, como el de Sandro Rosell retroalimentan la desconfianza de los ciudadanos en el funcionamiento de la Justicia. Evitar el desprestigio de las instituciones es una tarea prioritaria en la España de 2019 asomada al balcón de unas decisivas elecciones generales.
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