Opinión

‘Caso Villarejo’: la responsabilidad de Grande-Marlaska

El ministro del Interior debe llegar hasta el final en la investigación del ‘Caso Villarejo’. Caiga quien caiga

No hay certeza documental de quién fue el primero que definió de forma tan sencilla como rigurosa el perfil del espía perfecto: “Los hombres más limpios para los trabajos más sucios”. Como tampoco existe precedente conocido de que tal axioma se haya aplicado con tino en España, al menos en los años de nuestra reciente etapa democrática.

En los tiempos en los que mayor necesidad teníamos de presuntos “hombres limpios”, aquellos en los que los asesinos de ETA perpetraban su atrocidad semanal y después pasaban la muga para potear tranquilamente en Bayona o San Juan de Luz, los responsables políticos de la lucha antiterrorista echaron por tierra la credibilidad de los servicios secretos españoles poniendo en las manos de un policía de escasa inteligencia y exceso de testosterona acciones abiertamente ilegales, un error de proporciones mayúsculas que produjo efectos altamente dañinos en la capacidad de maniobra internacional del Gobierno en lo referente a la lucha antiterrorista, deterioró el prestigio de la democracia española en amplios sectores de la sociedad, en particular la vasca,  y sin duda retrasó la fecha en la que la banda terrorista se vio obligada a anunciar, derrotada finalmente por el Estado, el término de su “actividad armada” (sic).

Villarejo es una desgracia, pero también una oportunidad de limpieza y regeneración que el ministro no debe desaprovechar

Pero a pesar de que apenas sepamos nada de ellos, en España, como en cualquier país de nuestro entorno que haya sufrido a lo largo del siglo XX la violencia terrorista -casos de Italia y Alemania-, ha habido “hombres limpios”. Cierto que, salvo excepciones, nunca conoceremos sus nombres, pero con el paso de los años el periodismo responsable y los historiadores irán aportando nuevos datos sobre el extraordinario trabajo desarrollado por centenares de hombres y mujeres que dedicaron sus mejores años y esfuerzos a la ingrata y penosa  tarea de desmontar la maquinaria criminal y el negocio en el que se acabaron convirtiendo ETA y su entorno.

Hombres dignos y valientes que arriesgaron su vida y la tranquilidad de sus familias por una causa cuyo buen fin ha sido uno de los grandes éxitos de nuestra democracia y ha liberado del perpetuo miedo en el que vivieron durante décadas a los ciudadanos del País Vasco. Hombres y mujeres (algún día debiera escribirse la fascinante historia de las mujeres que combatieron a ETA) perspicaces e impasibles que, jugándose mucho más que un empleo, hicieron lo que había que hacer para desmantelar en Francia el mayor arsenal de armas de ETA o localizar en Bidart a la cúpula de la banda.

Muchos de esos hombres y mujeres cobran hoy una modesta pensión y nunca se les pasó por la cabeza hacerse ricos sacando partido de las debilidades de los poderosos; extorsionando y chantajeando a terceros; engrasando la maquinaria del tráfico de influencias y obstruyendo la acción de la Justicia. Y menos aún, utilizar su participación en la primera fila de la lucha antiterrorista como salvoconducto para normalizar la materialización de tanta tropelía.

El espectáculo que cotidianamente se nos ofrece afecta a la fiabilidad de los servicios de inteligencia y las Fuerzas de Seguridad

Por lo que hoy sabemos -y ya es más que suficiente gracias a las grabaciones que hasta ahora hemos conocido-, el comisario jubilado José Manuel Villarejo pudo haberse aprovechado de su condición de policía “especial” para acaparar grandes cantidades de dinero, de forma presuntamente ilícita, sin que sus jefes directos, las autoridades políticas de sucesivos gobiernos, o miembros de la Judicatura que conocían, o al menos intuían, sus andanzas, hicieran nada para impedirlo.

Y hoy, con el policía en prisión preventiva, asistimos, entre desconcertados y fascinados, y sin que nadie sea capaz de pararla, a la puesta de largo de una indecente estrategia de filtraciones programadas que busca imposibles impunidades futuras. Sin descartar la existencia de un fuego cruzado que persigue la ejecución de viejas cuentas pendientes. Lo mínimo que se puede decir del espectáculo que cotidianamente se nos ofrece es que arrastra por el lodo la imagen de nuestro país. Pero son casi peores las consecuencias que tiene en la fiabilidad de los servicios de inteligencia españoles.

Por todo ello, el ministro del Interior actual, Fernando Grande-Marlaska debe persistir en su decisión de depurar los mandos policiales ligados a Villarejo. Caiga quien caiga. Incluidos “paisanos”. Se lo debe al Cuerpo Nacional de Policía, la institución que se está dejando mayores dosis de reputación en este deplorable episodio. Y se lo debe aún más a los que de verdad, sin más interés que su lealtad al juramento realizado, sin más fin que ayudar a hacer de este un país más tolerante y habitable extirpando el cáncer del terrorismo etarra, llevaron y siguen llevando con dignidad y honor el uniforme que un día les fue entregado.

Hasta ahora, Grande-Marlaska no se ha escondido. No podemos dejar que se esconda. Su responsabilidad es enorme. Villarejo es una desgracia, pero también una oportunidad de limpieza y regeneración que el ministro no debe desaprovechar.

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