Una de las cosas menos soportables, para muchos, de la más que manida expresión 'en pleno siglo XXI', siempre precedida de alguna afirmación de la que se pretende destacar su retroceso moral, es la asunción implícita que entraña. Como si, por fuerza, en cualquier tiempo pretérito las injusticias que suelen aderezar el sintagma hubiesen de gozar de un mayor grado de tolerancia por parte del hombre. En realidad, claro, no es preciso un exhaustivo estudio de la Historia para concluir que lo que se pretende al señalar el veintiuno es separarse, fonética y moralmente, del veinte. Sin embargo, la simplificación de reducirlo todo a la alusión temporal constituye una manera como otra cualquiera de eludir que lo que hace más civilizado a nuestro tiempo no es el transcurso del mismo respecto a las anteriores centurias, sino -y esto sería válido para la mayoría de los usos que se la da al sintagma- la existencia de instituciones democráticas emanadas de textos constitucionales que reconocen los derechos del individuo.
Si la invocación a las bondades del veintiuno pretende actuar como una suerte de confín para separarnos de la barbarie y la atrocidad que marcó el veinte, debería hacerse con propiedad, para evitarnos, de paso, el riesgo de creernos que nos basta con vivir en el presente para librarnos de los males del pasado. En el interesante libro Políticas del odio, un ensayo que analiza los episodios violentos en Occidente durante el período de entreguerras -y qué tanto daría que hablar, por otra parte, en estos tiempos de tanta violencia disculpada-, Manuel Álvarez Tardío dedica un capítulo a intentar explicar por qué en determinados países de Europa se instalaron movimientos autoritarios con mayor facilidad que en otros. Una de las plausibles explicaciones que ofrece el autor es que los países con una tradición liberal-constitucional sólida, consolidados como democracias parlamentarias, gozaban de instituciones fuertes que permitieron mitigar la llegada del autoritarismo a las mismas.
El ministro de Justicia, como el secesionismo, sitúa al poder judicial en el punto de (m)ira de parte de la opinión pública, una actitud irresponsable que alienta la confrontación con toda ley
Lo habitual debiera ser, en consecuencia, destacar la anormalidad que supone, en pleno siglo XXI, someter a las instituciones democráticas a un continuo descrédito, alentado de manera irresponsable por quienes se supone que más han de salvaguardarlas. Casi nada debilita tanto las instituciones como el abuso de poder que de ellas puede hacer el ejecutivo, sirviéndose en ocasiones del legislativo, como ha sucedido en Cataluña el pasado mes de septiembre. Aquello ha acabado poniendo al poder judicial en el punto de (m)ira de parte de la opinión pública catalana, complicando la labor de jueces y fiscales, especialmente en la causa del 1-O. No es una situación nueva ni sorpresiva por cuanto es la consecuencia directa de dirigentes irresponsables que alientan a los ciudadanos a la confrontación con toda ley que les parece injusta. En una etapa anterior del ‘procés’, Artur Mas provocó, tras acudir con toda la comitiva a declarar ante el juez, que el TJSC emitiera un comunicado recordando algo bastante básico para la buena salud institucional: “La independencia judicial no es un privilegio de los jueces sino una garantía para los ciudadanos” (y para los juzgados).
A esas palabras de hace casi tres años recuerda el comunicado de Carlos Lesmes, presidente del TS y del CGPJ, advirtiendo de algo todavía más fundamental, como lo es el hecho de que son “los jueces y magistrados el más importante baluarte para la protección y defensa de todas las víctimas”. El mero hecho de que exista ese comunicado constituye todo un síntoma sobre la salud democrática de España que se ve agravada cada vez que los representantes públicos protestan contra los tribunales. Recapitulemos: el Parlamento catalán, en manos de los partidos separatistas, tiene anunciada una querella contra el juez Llarena; hace pocas semanas el Ejecutivo navarro -nacionalistas y Podemos- apelaba a la Audiencia de Navarra para instarle a emitir una sentencia ejemplarizante. En medio de todo esto, y con la advertencia inédita de Lesmes, el Ministro de Justicia se ratifica en su instrucción directa al CGPJ e insta a sancionar al juez del voto particular en la sentencia de ‘La Manada’, en un gesto tan inaceptable que ha provocado la petición de dimisión de Rafael Catalá, incluso por asociaciones de jueces nada sospechosas de ser cercanas a las tesis del Gobierno del Partido Popular.
Con sus palabras, Catalá no sólo ataca la separación de poderes y señala los jueces al puro estilo Torrent, sino que además se concede el privilegio de desprenderse momentáneamente de su condición de representante público para poder expresar con tranquilidad lo que opina el ciudadano Catalá al respecto de la polémica y polémica sentencia. Es de una gravedad extrema deshacerse del peso de la responsabilidad a costa de quienes no pueden hacerlo, que son en este caso los jueces, garantes últimos, sí, pero también responsables últimos de las sentencias que determinan la culpabilidad o la inocencia y, en consecuencia, la vida también de los ciudadanos, como intentó recordarle Lesmes, ahora sí, en pleno siglo XXI.
Aunque la conexión no sea nítida, se hace difícil leer las palabras de Catalá abstrayéndose de la suerte de disputa que libra Cristóbal Montoro con el juez Llarena y que sitúa al Gobierno del PP, lejos de como un aliado del poder judicial, como un actor más a quien tanto le da la independencia judicial, que es la que está legitimando, sin ir más lejos, la respuesta al desafío separatista en Cataluña.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación