La anémica sentencia de Artur Mas, embarcado en un golpe de Estado, en una violación de la legalidad, enseña cómo se encuentra el país. El episodio es una muestra de la desvertebración, no en el sentido melifluo de Ortega, sino de la inanidad en la que se encuentra la sociedad española. Frente a la tormenta del catalanismo ideológico, instrumentalizado por una oligarquía extractiva, no hay nada más que ruido.
El catalanismo ideológico
El problema se originó cuando el catalanismo se convirtió en una ideología. Dejó de ser el movimiento cultural de Víctor Balaguer, la Renaixença, los Jocs Florals de Barcelona, del grupo de profesores y literatos que exaltaban el paisaje y la tradición, a un movimiento político. Recrearon un nacionalismo esencialista y tardío para obtener un régimen a la medida de las necesidades de lo que antes fue una élite cultural. La llamada a identidades emocionales, aferradas a un patrioterismo biologicista y a una historia inventada, trufada de mártires y gloria impostada, presentó una vía de escape a la crisis española.
El discurso de la oligarquía catalanista movilizaba a las masas y, por tanto, era rentable en las urnas
Construyeron una ideología; es decir, un conjunto de dogmas interpretativos encaminados a la consecución de la Ciudad Perfecta, de la Nueva Sociedad. Esto sucedió porque el discurso de la oligarquía catalanista movilizaba a las masas y, por tanto, era rentable en las urnas. El cambio se produjo con el surgimiento de la Lliga Regionalista de Cambó y la Mancomunidad catalana: era el momento de traducir un movimiento cultural en una estrategia para la toma del poder.
La oligarquía nacionalista
La utilidad de esos instrumentos, aderezados con el victimismo propio de la invención nacionalista –aquí y en todo el mundo–, y el principio de las nacionalidades extendido por el malhadado presidente Wilson desde 1919, hicieron el resto. Lo que eran organizaciones se convirtieron en un movimiento nacional, que confluyó en Esquerra Republicana de Catalunya. La línea entre cultura, orden político y estructura social se completó en 1931 y con el Estatuto de 1932. El nacionalismo no es saciable porque conserva el objetivo final de la independencia. Esa es su fuerza: la conversión del catalanismo en una ideología que lo ha impregnado todo, incluso otros partidos.
El Estado de las Autonomías, una forma fallida a todas luces, no hizo más que alimentar ese movimiento
El Estado de las Autonomías, una forma fallida a todas luces, no hizo más que alimentar ese movimiento. La oligarquía catalanista ha fabricado desde las instituciones y los medios un sistema de creencias, en el sentido de Foucault, que les permite dirigir, alterar o tranquilizar a la masa a discreción. La forma oligárquica de gobierno es la negación de la democracia, sobre todo cuando el oligarca pone una urna plebiscitaria para darle un falso envoltorio democrático a una decisión previamente adoptada.
El apogeo del catalanismo ideológico nos muestra la deriva occidental hacia comunidades sin libertad, pero satisfechas del nuevo amo, de la esclavitud concedida, a cambio de la llegada futura de la Ciudad Perfecta. En otras regiones europeas, como Holanda, Francia o Gran Bretaña, el fenómeno responde a una rebelión contra la oligarquía, que quizá se traduzca en lo que Pareto llamaba una “circulación de élites”. Pero en Cataluña no hay esa circulación, sino que se trata de la culminación de la ideología catalanista.
La España líquida
Frente a este ataque a lo que queda de libertad, nos encontramos una España líquida, que diría el antiliberal Zygmunt Bauman. Los gobiernos de la nación, tanto los socialistas como los populares, han instado a la gente a ser flexible en sus creencias y comportamiento, confundiendo democracia con pensamiento débil y consenso político con unanimidad. ¿Cuál es la propuesta de todos los partidos, los viejos y los nuevos, ante cualquier problema? El diálogo, sin más. No hay nada cierto, ni sólido, ya sea idea, pensamiento o costumbre que sea digna de mantenerse en esta España líquida.
Ya escribió Daniel Bell que el maridaje del capitalismo con el orden político y la cultura contenía una contradicción que acabaría explotando
Una ideología se manifiesta como una religión laica: con su patrística, libros sagrados, clero, dogmas de fe, milagros, mártires y promesa de Paraíso, y, cómo no, su dosis de violencia. Ante eso, una sociedad líquida no tiene nada que hacer. Ya escribió Daniel Bell que el maridaje del capitalismo con el orden político y la cultura –subvención a cambio de reproducción de un único modo de interpretar la existencia del hombre– contenía una contradicción que acabaría explotando. Lo que no aventuró es que traería de vuelta el colectivismo nacionalista y el socialista, como hace cien años.
Esa apuesta por la España líquida que han hecho nuestros políticos ha tenido un efecto devastador sobre la identidad nacional. Solo los gobiernos autonómicos regionalistas e independentistas han trabajado en sentido contrario: crear un sentimiento identitario propio. A esto hay que añadir la construcción institucional, no solo en España, de las microidentidades; esas supuestas minorías basadas en el género o la raza, representadas artificialmente en un único lobby, que sirven para crear nuevos conflictos que –oh, sorpresa–, resuelve la oligarquía con su consenso.
La cofradía
Que no se asuste la cofradía del Santo Reproche, esa misma que siempre está dispuesta a crucificar la opinión del que no sigue al rebaño. Queda un catalanismo cultural, que se manifestará en Barcelona este 19 de marzo: el de aquellos que están cómodos sintiéndose catalanes pero no hacen bandera excluyente de ello, ni defienden un supremacismo biológico-cultural, ni hacen el juego al independentismo, sino que están preocupados por su libertad y la de todos. Porque, amigos cofrades, no hay una sola forma de ser o de sentirse catalán. La lacra es el catalanismo ideológico.
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