La historia demuestra el decisivo papel que juegan los políticos. Unos han desatado guerras, otros han devuelto el orgullo a los suyos, otros han conquistado la paz. De ellos depende que una nación progrese o fracase, como demuestran James Robinson y Daron Acemoglu. No es, por tanto, ilusorio pensar que Cataluña, liberada del alcance y el poder de un puñado de políticos insensatos, recobre su normalidad y su pleno autogobierno gracias al dudoso artículo 155 que ha terminado por demostrarse como el mejor remedio para que Cataluña no haya caído en el caos. El camino será, seguramente, largo y tortuoso. Se ha alentado (y utilizado) a las masas y será difícil abandonar la épica independentista (favorecida en ocasiones por torpezas ajenas) de la noche a la mañana.
Pero Cataluña puede volver al cosmopolita, plural y democrático espacio que ha ocupado durante estos 40 años en cuanto el respeto a la ley vuelva a regir la vida de todos. Porque es dudoso que esos políticos que han retorcido tanto los argumentos y han abusado de su autoridad sean capaces de seguir liderando ningún movimiento cuando dejen de tener acceso al dinero y las prebendas públicas inherentes a sus cargos. Porque es urgente evitar que Cataluña siga en sus manos perdiendo la confianza ciudadana y empresarial.
Cataluña necesita otros políticos (parecidos a los que siempre tuvo) Rajoy prometió mesura en la aplicación del 155. A fe que lo ha cumplido. Sólo hay que ver la tibieza del bisturí aplicado en la independentista parrilla y tertulias de TV3. El 155 ha terminado por ser el espaldarazo de la convicción de los demócratas en un tiempo convulso para Cataluña. Un tiempo que abre una nueva etapa tras la detención de Carles Puigdemont y su próxima extradición a España. El billete inequívoco a la cárcel. Ese episodio lo veremos en el futuro. No tardando mucho. El presente asegura una nueva hoja de ruta alentadora: para algunos se acabó el peligroso y tramposo juego que nos ha traído hasta aquí.
Puigdemont y bastantes de los suyos están pues definitivamente acabados en el espíritu de muchos de sus seguidores. Pero además el procés-2 queda en mantillas. El único programa, el único proyecto, la única estrategia y el único liderazgo que concitaban —a regañadientes—, la coyunda interesada entre los tres partidos secesionista, era el “retorno” del presunto president presuntamente “legítimo”. Podrán quizá digerir este desastre, pero costará lo indecible, quizás años: habrá que improvisar programa, proyecto, estrategia y liderazgo. Y en un clima de desconfianzas y odios tribales.
Su futuro pasa por someterse al TS y por defenderse de una acusación de rebelión. Mientras mantenga como rehenes de su maltrecha figura a los partidos independentistas, y a todos los catalanes, no será posible construir nada útil en Cataluña.
El independentismo en Cataluña se ha convertido en un auténtico fraude para los ciudadanos de su autonomía, que ya no merecen más tomaduras de pelo. Puigdemont se ha convertido en un pelele de sí mismo y, frente a la ley pura y dura, ya no valen disfraces ni fuegos de artificio. Sea real o no su pensamiento de que todo está perdido, sí es cierto que el proceso separatista «se ha terminado». Más de 3.000 empresas punteras han huido de Cataluña. El hartazgo de un juego suicida ha llegado a un punto de no retorno y la exigencia democrática es la conformación de un gobierno legal a manos de un presidente legítimo. Puigdemont no lo es, ni lo será. Su estado de ánimo personal, después de todo lo ocurrido, es lo de menos. Su futuro pasa por someterse al TS y por defenderse de una acusación de rebelión. Mientras mantenga como rehenes de su maltrecha figura a los partidos independentistas, y a todos los catalanes, no será posible construir nada útil en Cataluña.
El nivel destructivo de Puigdemont está en el trance de convertirse en un drama para la estabilidad política porque el juego ha terminado. Y mientras insista en escenificar una tragedia teatral en torno a su persona, el error político persistirá porque no tiene sentido seguir manteniendo un pulso al Estado de Derecho desde la vulneración sistemática del derecho penal. Es una batalla perdida y una ensoñación absurda. Es imprescindible que Cataluña abandone la cobardía y pase página de Puigdemont cuanto antes.
A priori, la detención en Alemania es una mala noticia para Puigdemont, ya que el Código Penal alemán prevé penas de diez años de prisión a cadena perpetua para un delito muy similar al de rebelión, que se le imputa en España a Puigdemont, y condenas de uno a diez años para los casos menos graves. Alemania es uno de los países con una colaboración policial más activa con España y, además, las relaciones entre Mariano Rajoy y Angela Merkel son excelentes.
Todo parece indicar que la escapada de Puigdemont ha llegado a su final. Si la justicia y las autoridades alemanas lo entregan a España habrá terminado el llamado Espacio Libre de Bruselas del que se habla en el hasta ahora fallido pacto de investidura entre Junts per Catalunya y ERC como uno de los pilares de la «construcción de la República». La Casa de la República ubicada en Waterloo tampoco tendrá sentido alguno.
Pero este hombre se ha destrozado la vida. De paso la ha destrozado a una treintena de políticos. Aunque éstos supongo que ya sabían lo que hacían. Eran mayores de edad. También a todos los catalanes.
Pero este hombre se ha destrozado la vida. De paso la ha destrozado a una treintena de políticos. Aunque éstos supongo que ya sabían lo que hacían. Eran mayores de edad. También a todos los catalanes. A los indepes porque les dio esperanzas hasta el último minuto. Realmente creían que la independencia estaba al caer. Cuando iban de farol. No había nada preparado. Lo han reconocido hasta ellos. Fake news.
Más tarde se inventaron una especie de sede del gobierno en el exilio. ¿Qué haremos ahora con la casa de Waterloo?. Puigdemont hacía tuits como un poseso. Comín iba de valiente. ¡Pero si hasta hacían reuniones de Consell Executiu! Vivían en una burbuja. Hasta el expresidente se creyó impune. ¿Realmente creía que no lo pillarían nunca?
El fin de Puigdemont, como el de Mas, como el de la antigua Convergència, no hace más que confirmar el viejo axioma: la revolución devora a sus hijos. Pues no aprenden. El moderno nacionalismo hace tiempo que perdió el pedal y anda desnortado dando bandazos. Hemos pasado de la cínica altanería de Jordi Pujol (1930), a la inconsistencia insolente de Artur Mas (1956) huyendo del 3%, y de ahí a las atormentadas dudas de Carles Puigdemont (1962) o las melodramáticas soflamas de Marta Rovira (1977). Vamos de mal en peor.
Algún día, restablecida Cataluña, quizás uno, dos o pocos más de estos cabecillas del procés puedan llegar a ser rescatados por la generosidad democrática para la vida civil. Pero este no será el caso de Puigdemont ni del resto de prófugos que se han burlado hasta de sus más fieles y crédulos seguidores. Cataluña no merece más farsantes como él. Ni estas generaciones ni las futuras.
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