“Una ventaja de la cuarentena es que se puede utilizar para renovar las ideas. Hacer limpieza mental y pensar cómo vivir en un mundo alterado es la tarea que nos corresponde ahora” (John Gray en New Statesman; primavera de 2020). Creo que cuando empezó la pesadilla esa sensación la compartíamos muchos: que la pandemia podía sacar lo mejor de nosotros mismos, que el tremendo impacto social del virus ayudaría a resituar las prioridades y a encauzar otros problemas que hasta ese momento parecían insalvables. Lamentablemente, no ha sido así.
Puede que una porción de españoles sí hayamos relativizado y aprendido a valorar de otro modo dificultades que hace unos meses se antojaban insalvables. Puede que el sacrificio de muchos conciudadanos haya contribuido a hacernos algo mejores. Pero, desgraciadamente, nos hemos vuelto a quedar a medio camino. Se han echado en falta liderazgos capaces de canalizar el sentimiento compartido de solidaridad provocado por el desastre, y la decepción mayor no es que el virus siga fuera de control, sino haber desaprovechado un estado de ánimo quizá irrepetible, así como la oportunidad de reconducir la creciente confrontación política, social, territorial y generacional que amenaza con hundir al país en una etapa de oscuridad. Otra vez.
Para todos aquellos catalanes que se siguen sintiendo españoles, el Rey es también, y sobre todo en estos tiempos, el único aval de pertenencia a un proyecto común
Claro que para que ese espíritu solidario hubiera tenido la mínima oportunidad de cristalizar, debería haberse promovido la rúbrica de una tregua que aplazara cualquier decisión ajena a la aminoración de los efectos sanitarios y económicos de la crisis. No ha sido así. La pandemia no sólo no ha sido suficiente causa de compromiso común, sino que se ha utilizado como arma arrojadiza contra el adversario; se ha utilizado el Parlamento como cuadrilátero y no como el lugar idóneo para alcanzar un imprescindible pacto de Estado; se han puesto en marcha, en el momento menos oportuno, iniciativas con una gran carga ideológica y alta radiación que dormían el sueño de los justos en algún cajón olvidado. Y todo esto se ha hecho por razones exclusivamente partidistas, desatendiendo en todo momento las verdaderas urgencias de los ciudadanos. En Europa están horrorizados.
Por si fuera poco, la estrategia diseñada con escandalosa frivolidad por los malabaristas de la mercadotecnia política incluía un elemento aún más disgregador: la conservación a toda costa del apoyo de los independentistas catalanes, ampliado después a los vascos de EH Bildu. La llave del coche de los bomberos en manos de los pirómanos, que no tardaron en tirar la llave al pozo. ¿No había otra salida? ¿No hubiera sido mucho más apaciguador y eficaz sellar un paréntesis de leal conciliación con el Partido Popular y Ciudadanos? La respuesta a tales preguntas es tan evidente como la causa que impidió que frente a la emergencia se impusieran la lógica, la sensatez y la fortaleza de una contundente matemática parlamentaria (219 diputados): Pablo Iglesias dijo “no”. Y ahí terminó todo. O empezó todo, porque lo que vendrá después puede ser aún peor.
El ‘veto’
No hace mucho un destacado miembro del Gobierno manifestaba su convicción de que una de las consecuencias políticas del coronavirus iba a ser el retroceso del independentismo; que la reasignación de prioridades en la sociedad catalana provocaría un descenso de los apoyos a la secesión. Un nuevo ejemplo de ese optimismo antropológico que tantos disgustos suele acarrear a sus practicantes. No ha habido tal. No hay ni un solo dato objetivo que soporte el pronóstico. Sí hemos podido certificar el descenso de la movilización, de la ocupación de la calle. Mérito del virus, no de la política. Hay mucho de cansancio en la raquítica respuesta a la inhabilitación de Quim Torra, de constatación de que el president-títere era ya un obstáculo, el eslabón más débil del procés. Pero sobre todo hay covid-19. Cualquier otra interpretación inspirada por la benevolencia es un puro espejismo.
Conviene no engañarse: hoy, 1 de octubre de 2020, en Cataluña el proceso de apropiación de las instituciones por parte del secesionismo, y de dilución del Estado, sigue su curso. Ralentizado pero inexorable. La pandemia solo ha sido un paréntesis. Para el constitucionalismo, un paréntesis inservible. No hay plan. Mejor dicho, solo hay un plan, que pasa por mantener abierta contra viento y marea la línea caliente con Esquerra Republicana y promover la división del frente independentista en busca de reeditar el tripartito de izquierdas. Sin garantías. Sin ninguna certeza de que tras las elecciones autonómicas Junqueras y Puigdemont no firmen un nuevo pacto de ruptura “democrática” (sic).
En paralelo a las encuestas que apuntan por primera vez a una mayoría en las urnas del secesionismo, vuelven a escucharse angustiados gritos de socorro
Cataluña está fuera de control. De la peor manera. Casi en silencio. El mismo silencio al que se acoge el presidente del Gobierno cuando de defender al Rey y a la monarquía parlamentaria se trata. Sale ese extraordinario manipulador que es Gabriel Rufián y dice esa estupidez grandiosa de que a Felipe VI solo le votó Franco y no hay ni un solo diputado socialista que le conteste. Va ni más ni menos que el ministro de Justicia del Reino de España y dice que el Rey no fue a la entrega de despachos a los nuevos jueces en Barcelona para evitar problemas de convivencia, y no hay ni un solo miembro destacado del PSOE, del antiguo o del actual, que sea capaz de impugnar públicamente tamaña insensatez.
El veto al Rey por parte del Gobierno (si no era un veto lo pareció) ha sido la peor de las noticias que podía recibir el constitucionalismo en Cataluña. El Rey no es simplemente la primera autoridad del Estado. Para todos aquellos catalanes que se siguen sintiendo españoles es también, y sobre todo en estos tiempos, el único aval de pertenencia a un proyecto común. Los que no estamos allí, los que no tenemos que soportar a diario la brutal y violenta presión ambiental del independentismo, no podemos saber hasta qué punto la ausencia del Rey el pasado viernes en Barcelona se ha leído como una infame traición.
Y es que, como aquí ya se ha dicho, “coartar hasta ese punto los márgenes de actuación del Rey, y hacerlo en un contexto en el que el jefe del Estado hace demostración pública de respeto a uno de los pilares básicos de ese mismo Estado, la Justicia, es lo más parecido a desandar el camino de recuperación de la autoestima que muchos catalanes, hasta ese momento silenciados por la bota del independentismo, iniciaron el 3 de octubre de 2018, cuando Felipe VI se dirigió a la nación para reafirmar su compromiso con la defensa de la Constitución”.
En Cataluña, la pandemia no ha servido para renovar las ideas. Ni para hacer limpieza mental. En Cataluña, la única propuesta que desde el Estado parece proponerse para recuperar la convivencia es abandonar a su suerte a los no independentistas. En paralelo a las encuestas, que por primera vez apuntan a una mayoría en las urnas del secesionismo, vuelven a escucharse angustiados gritos de socorro. Yo solo aviso.
La postdata
1.- “Es difícil construir una república con los materiales de una monarquía derribada. No puede hacerse hasta que cada piedra haya sido nuevamente tallada, y eso lleva tiempo”. Georg Christoph Lichtenberg (citado por Alfred Döblin en “El pueblo traicionado”. Edhasa).
2.- El País, crónica de Joaquín Prieto; 16 de abril de 1977: “Por 169 votos a favor, ninguno en contra y once abstenciones, el comité central ampliado del Partido Comunista de España ha tomado el acuerdo de colocar la bandera bicolor del Estado español, en todos sus actos, al lado, de la bandera comunista. Una bandera roja y gualda de grandes dimensiones estaba situada ayer, efectivamente, en la sala de la reunión. Esta decisión, unida a la promesa de apoyo a la Monarquía si ésta avanza hacia las libertades y a la defensa de la unidad de la Patria, constituyen los puntos más sobresalientes de las resoluciones adoptadas por el citado órgano del PCE tras dos días de reunión en Madrid”.
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