En años recientes los partidos secesionistas catalanes orquestaron una campaña deliberada para utilizar las instituciones autonómicas bajo su control para provocar una confrontación abierta con el gobierno central. Sus líderes vulneraron deliberadamente una sentencia judicial tras otra, alardeando de ello en los medios, consintieron el acoso y asedio a funcionarios del Estado en todo su territorio, aprobaron normas expresamente escritas para conculcar el ordenamiento jurídico vigente, y sacaron adelante en un pleno extraordinario un paquete legal que derogaba la Constitución en su territorio e iniciaba un mecanismo de secesión. Los independentistas organizaron no uno si no dos referéndums de autodeterminación en este periodo, y declararon la independencia de forma unilateral. Todo esto, es necesario recordarlo, lo hicieron con un gobierno del Partido Popular en la Moncloa.
Tras años de (mal) calculada tolerancia, el gobierno central reaccionó invocando el artículo 155 de la Constitución para suspender el gobierno autonómico. La Fiscalía inició diligencias para llevar a los líderes independentistas ante la justicia, deteniendo varios; otros huyeron fuera del país. Durante años, los partidos secesionistas se saltaron la ley sistemáticamente. Ahora sus líderes pagan las consecuencias.
Meses después, tras unas elecciones autonómicas, largas negociaciones para formar gobierno en Cataluña, una moción de censura en Madrid y un nuevo presidente en la Moncloa, el gobierno central ha ofrecido a los independentistas varios cauces para establecer un diálogo. Se ha reactivado la comisión bilateral gobierno-Generalitat recogida en el estatuto autonómico, ha establecido contactos con políticos independentistas, ha creado foros de discusión entre los partidos políticos catalanes para tratar de buscar soluciones al conflicto dentro de Cataluña. Los partidos secesionistas siguen reclamando el derecho de autodeterminación, siguen exigiendo diálogo, y siguen protestando sobre la según ellos intolerable represión que sufre Cataluña.
Por primera vez desde que empezó el ‘procès’, los independentistas no están saboteando activamente la Constitución, sólo están pidiendo incesantemente cambiarla
Durante estos meses, el gobierno ha lanzado varias propuestas, todas ellas rechazadas por los partidos independentistas. Ha redactado unos presupuestos que incluyen más inversiones para Cataluña, recuperando niveles de gasto similares a los del 2011, que también han sido rechazados. Los secesionistas han insistido repetidamente que Sánchez y la Fiscalía busquen una forma para que sus líderes presos salgan de la cárcel, algo a lo que el Gobierno se ha negado en rotundo; el juicio sigue su curso. Han reclamado una mediación internacional, que ha sido denegada, el reconocimiento del derecho de autodeterminación, que no ha sido ni siquiera tenido en cuenta, y un referéndum, también recibido con un portazo. En vista de este fracaso, el Gobierno ha roto las negociaciones.
Si hay algo que no ha sucedido durante estos últimos meses, sin embargo, es un nuevo intento por parte de los partidos secesionistas de vulnerar la ley. Quim Torra y su equipo de gobierno no se han cansado de decir astracanadas, llamar a todo el mundo fascista y hacer proclamas grandilocuentes sobre la voluntat del poble de Catalunya, pero no han vulnerado sentencias judiciales, acosado funcionarios estatales bajo la inacción de los Mossos d´Esquadra (es más, los Mossos han disuelto a garrotazos protestas independentistas), aprobado leyes inconstitucionales, convocado consultas ilegales o proclamado la república catalana. Se han comportado de forma infantil, inmadura y francamente irritante, y no han dado ni la más remota señal de querer llegar a un acuerdo o querer tener en cuenta la mitad de los catalanes que no les votamos, pero no han violado la ley.
Dicho en otras palabras: Quim Torra, Carles Puigdemont y sus mariachis siguen queriendo la independencia de Catalunya, pero no están cometiendo crímenes para conseguirlo.
Punto y final al ‘procés’
Dudo mucho que la motivación detrás de este ataque de respeto a la legalidad de los independentistas se deba a un súbito aprecio al ordenamiento constitucional. Lo más probable es que la aplicación del 155, la aplastante facilidad con la que el Estado les sacó de las instituciones y la constatación de que dar un golpe de Estado tiene consecuencias penitenciarias inmediatas les hayan quitado las ganas de hacerse los héroes. Aún así, es un cambio significativo. Por primera vez desde que empezó el procès, los independentistas no están saboteando activamente la Constitución. Sólo están pidiendo incesantemente cambiarla.
Es un cambio importante. Los líderes secesionistas, tras años viviendo en un entorno de impunidad y creyéndose invencibles, finalmente parecen haberse dado cuenta de lo débil de su posición. Representan un porcentaje importante, pero no mayoritario, de la población catalana, pero distan mucho de tener suficiente poder político o social para imponer nada. España es un régimen estrictamente democrático, y nadie en Europa los ha visto como los mártires que decían ser. Están solos, y saben que no pueden conseguir una secesión por las bravas. Quieren negociar.
La realidad es que el procés, como tal, ha terminado. Los secesionistas han sido derrotados. El 155, el exilio, la cárcel, el fracaso de la movilización social han acabado con sus años de desafío al Estado. Es cierto que los líderes independentistas siguen siendo independentistas, pero eso no es ilegal o ilegítimo; la crisis, la ruptura con las instituciones, ha pasado.
La respuesta de la derecha es electoralista y completamente inútil si lo que se busca es hacer que Cataluña vuelva a ser un lugar remotamente normal
En un país normal, con partidos políticos normales, este escenario sería visto como una oportunidad para intentar solucionar el conflicto entre catalanes que ha marcado la política española durante la última década. Los partidos unionistas catalanes deberían exigir a los independentistas garantías de que nunca volverán a utilizar las instituciones contra la mitad de la población; a cambio, los nacionalistas catalanes recibirían garantías de que su lengua e instituciones serán respetadas. España podría finalmente arreglar el galimatías que es nuestro sistema de financiación autonómica dando a los gobiernos regionales capacidad de recaudar impuestos para que se paguen sus propios gastos. El Congreso de los Diputados podría incluso votar una ley de claridad similar a la canadiense, que permite referéndums consultivos de secesión, pero que deja en manos del Parlamento dirimir si considera que es una mayoría clara, y requiere la aprobación de una reforma constitucional (bajo procedimiento agravado) para hacerla efectiva.
No hemos hecho nada remotamente parecido. En vez de cantar victoria, proclamar que la Constitución se ha impuesto, y tratar de arreglar el problema, la derecha española ha preferido el histerismo. Incluso antes de que haya nada parecido a una concesión sustantiva, un cambio legal o ni siquiera un acuerdo presupuestario sobre la mesa, han hablado de alta traición, rendición ante los nacionalistas y terror ante todo lo malo que seguro que va a pasar. Tenemos a un montón de políticos chillando como posesos actuando como si Atila Rey de los Hunos estuviera a las puertas de Madrid, el independentismo rampante estuviera tomando Mallorca, y España estuviera derrotada.
Es una situación absurda. En vez de aprovechar que los independentistas aceptan las instituciones para negociar una salida que realmente cierre el conflicto con una negociación en que ambos lados salgan beneficiados, medio arco parlamentario prefiere seguir actuando como si la derrota fuera inminente. Es una respuesta electoralista, politiquera, zafia y completamente inútil si queremos hacer que Cataluña vuelva a ser un lugar remotamente normal.
Es también extraordinariamente cobarde. Por primera vez en años, los políticos independentistas catalanes han dejado de vulnerar la ley y quieren hablar. Tenemos la oportunidad de sentarnos e intentar cerrar la enorme fractura que ha roto la sociedad catalana estos años. Esto exigiría responsabilidad, altura de miras, generosidad y sentido de Estado. Trabajar por el largo plazo, no para intentar forzar un adelanto electoral y llegar a la Moncloa.
Por desgracia, en política hay más oportunistas que valientes.
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