Como víctimas que hemos sido de un terrorismo cruel, tenemos legislación suficiente para defendernos, pero sin pasarnos de frenada
Nos inundan los asuntos judiciales y hay que recetar calma, mucha calma. Lo que parece blanco hoy, es zaino mañana. Y algunos se despeñan en apoyo de la primera apariencia para, tras un sueñecito, comenzar a construir un nuevo mensaje que deja más desconcertado, si cabe, al personal. Ha pasado con los autodenominados Comités de Defensa de la República, más concretamente con una señora que parecía la madre superiora de todos los disturbios sucedidos en Cataluña. Se la detuvo, se paseó su foto sin pixelar y se puso un apellido de grueso calibre: terrorismo.
La tropa de apoyo salió inmediatamente a justificar por qué lo que hacía esa mujer y los CDR se merecían el calificativo más doloroso que tenemos en la historia reciente. Pero la música que interpreta la fiscalía no tiene por qué sintonizar con la del juez (ni con la realidad siquiera), y pasado un ratito nos encontramos con que cortar carreteras en 2018 y en Cataluña, es eso, cortar carreteras, altercados públicos, vandalismo… Pongamos todos los sinónimos que encontremos, pero sin pasarnos de frenada, porque se consigue el efecto contrario. Si dices que Cristina Cifuentes no fue a clase, puede que estés acertando, pero si difundes que come niños crudos lo único que logras es aumentar la empatía por ella. La exageración es contraproducente.
No parece muy proporcionado que a la ‘kale borroka’ la llamáramos ‘terrorismo de baja intensidad’ y a sabotear un peaje directamente ‘terrorismo’
Y exageración es invocar al terrorismo. Aún debatimos (y lo que nos queda) si lo que ha sucedido en Cataluña da para rebelión, como para que nos coloquen otro mochuelo más, y de esa envergadura. Si apuramos las imágenes podemos acercarnos a la kale borroka, de infausta memoria, pero, vamos, dónde va a parar. El caso es que aquel vandalismo ligado a ETA nos atrevimos a llamarlo periodísticamente “terrorismo de baja intensidad”, aunque la historia dice que no se consiguió acabar con él hasta que no se hicieron responsables económicos de los destrozos a las familias de los salvajes. Y entonces, los autobuses urbanos de San Sebastián dejaron de arder de la mano de encapuchados. Sin necesidad de que a ningún fiscal se le llenase la boca de terrorismo.
Ahora han surgido los CDR y nos instalamos en las dudas eternas. Bueno, han surgido pero ya estaban, porque no se escondían, y el periodista que quería acompañar a esa gente en una de sus protestas, lo podía hacer sin mayor problema. Incluso tengo que recordar que sus entrenamientos para, por ejemplo, dificultar ser desalojados por los antidisturbios, se hacían en los parques públicos. Y asistían señoras y señores de cierta edad, como si fueran a Taichí, sin que ninguna fuerza policial se mesara los cabellos al grito de “terroristas”. Por eso suena más exagerado si cabe lo del fiscal: nunca habríamos asistido a una transmutación más rápida de ciudadano respetable a terrorista.
Como víctimas que hemos sido de un terrorismo cruel, tenemos legislación suficiente para defendernos. La última, de 2015, estaba pensada para combatir a los islamistas radicales, esos que nos hicieron llorar lágrimas de sangre en 2004 y el verano pasado en Cataluña. Entonces el legislador no se puso manos a la obra para repeler cortes de carretera, por más que se empeñe el ministerio público. Tenemos que luchar contra el vandalismo con las armas apropiadas, y eso significa no perder de vista los CDR ni sus actividades, las ilícitas. Pero no mentemos el terrorismo.
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