Atrevámonos a entrar en el comedor de cierto palacio alejado de la mirada de los mortales. A pesar de los cortinajes de terciopelo, los dorados en los techos, las maderas nobles y el mobiliario de época, los comensales son groseramente plebeyos. Cogen los alimentos con las manos y desgarran las viandas con los dientes, arrojando por encima del hombro los huesos, soltando sonoros regüeldos sin recato. Hablan con la boca llena escupiendo blasfemias, baba y comida a la vez.
Los lacayos les sirven impasiblemente, con distanciamiento protocolario. ¡Han visto a tantos que, como ellos, creyeron que el banquete era eterno! Sus rostros no muestran la menor emoción al ver su insaciable gula, peleándose con ferocidad por ver quien se llena más la panza. Analicémoslos, Ese de ahí, con aspecto de cura de pueblo, egoísta, con cara de preñador de inocentes criadas y de adular a viejas riquísimas, se empeña en hacer rancho aparte en un rincón de la mesa, sin querer nada que no sea llenar su plato copiosamente, que su ración sea mucho más generosa que la de los demás. Al otro extremo, con el mantel sucio por el vino derramado y los restos del condumio, otro de los báquicos participantes se complace en dar manotazos a sus congéneres: ni come ni deja comer, he ahí su máxima satisfacción, revestido de un aura de terrible orgullo. Puede morir de inanición pero qué más da, si está sentado a la cabecera de la mesa. Un grupo pequeño, pero compacto, ataca al unísono las bandejas ya mediadas, intentando rebañar aquello que los demás han dejado. También hay quien lo mira todo con escéptica y horrible sonrisa. Sabe que será el único que no salga con el estómago vacío. Para eso tiene intimidado al personal de cocina, amenazado de muerte, acobardado, ya que saben que si este sujeto se quejara sus vidas no valdrían un ochavo.
Hay muchos invitados, cierto, demasiados. Y el lector se preguntará quiénes son estos modernos pultafalgónides que, a diferencia del personaje clásico, no se contentan solo con garbanzos. ¿Qué comen, qué devoran, qué tragan incesantemente sin que parezcan estar jamás ahítos a pesar de su voraz ingesta? ¿Qué puede gustarles tanto roer con sus dientes amarillentos? ¿Qué suculencia, qué ambrosía, qué sublime manjar es eso que degluten casi sin saborear, tragando como ocas?
Nos acercamos disimuladamente a esa mesa que es tálamo y patíbulo a la vez y vemos, con horror, que están devorando España"
Debemos saberlo, es más, la curiosidad inicial se ha trocado en imperiosa necesidad al experimentar una sensación extraña que junta la repugnancia más profunda con el deseo de conocer. Así, nos acercamos disimuladamente a esa mesa que es tálamo y patíbulo a la vez y vemos, con horror, que están devorando España. Una España que no está muerta, al menos no del todo, que se estremece cada vez que se ve atacada por la dentellada de este o el cuchillo de aquel. Una España que se desangra encima de servilletas, platos de respeto y barbillas. Ya se han comido buena parte de ella: le falta una pierna, de modo que le sería difícil sostenerse de nuevo en pie; también se le han comido estos caníbales, puesto que así se llama a quien se come a su propia madre, la lengua para que no pueda gritar la profanación que padece; en fin, resumiendo, ya no le quedan manos, ojos, orejas, estómago.
Algo resta, sin embargo, de la espléndida figura que entró en el comedor encima de una bandeja. “¡Devorémosla!”, gritaron presas de una excitación casi sexual. “¡Dejadme que la trinche!”, vociferó otro mientras enarbolaba un cuchillo oxidado y viejo que ya enarbolaran sus antepasados. “¡Troceémosla y que cada uno se lleve su parte!” aullaban los más enanos, que apenas lograban encaramarse a sus poltronas. España siente que las fuerzas se le escapan cada vez más, aunque su más preciada parte, el corazón, se mantenga todavía intacto, latente, aunque lento, desgarrado por un dolor infinito, amargo, cósmico. Solo es cuestión de tiempo que la horda de antropófagos llegue hasta tan codiciada presa. Alejémonos, despavoridos, de esa terrible sala en la que unos miserables están comiéndose a quien les dio la vida, y volvamos a nuestros quehaceres intentando olvidar las dantescas escenas que hemos presenciado.
Cuando nos retirábamos, sin embargo, todavía hemos tenido tiempo de escuchar la algazara producida por el anuncio del postre. “Gâteau Couronne avec vanille Borbonne”.
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