Balzac se preguntaba acerca de cuantas infamias eran precisas para lograr un éxito. Lo mismo podría decirse respecto al fracaso. Porque en esa cena a la que el fugado de Waterloo acudió, sonriente y feliz, el menú estaba condimentado con infamia, con la amarga especie del crimen, de la apología del asesinato, del regocijo ante la muerte del adversario. Jauregui, alias Pepona, responsable de dispararle un tiro en la nuca al teniente coronel Ramón Romeo Rotaeche; Bekaert, defensor de etarras; Valtònyc, condenado por sus letras en las que anima a matar guardias civiles y ponerle una bomba al fiscal.
Entre ellos, el líder de las sonrisas, al que votan y defienden muchos catalanes, el que se encuentra a gusto compartiendo mesa y mantel con semejantes individuos. Claro que, en un lugar como Cataluña en el que a Otegui se le considera un hombre de paz y toda la clase política separatista se hace fotos con él, no es extraño. Tamaña perversión de los valores humanos, ya no digamos democráticos, es terrible y da que pensar. ¿Qué lleva al chico criado en una pastelería del pueblecito de Amer a sentarse con total normalidad a la mesa de una mujer que descerrajó un tiro a sangre fría a un inocente? ¿Tanto odio, tanta maldad, tanta inhumanidad atesora el ex presidente catalán?
No es fácil hallar respuestas. El nacional separatismo es un movimiento supremacista que ha considerado a los que no formaban parte del mismo como algo inferior, y quizás sea aquí donde podamos encontrar las raíces del cáncer que lo ha corroído. Cuando solo encuentras dignidad en tu ombligo, la falta de empatía te lleva fatalmente a la impermeabilidad emocional.
¿Es con esta gente con quien pacta el PSC de Iceta diputaciones y alcaldías? ¿Son estos a los que pretende seducir Sánchez para que lo invistan presidente de España?
El odio que se respiraba en esa cena de la infamia debía ser notable. Digamos, de paso, que el gobierno belga merece el mismo epíteto de infame por permitir que en su territorio vivan tan tranquilos personajes de ese calibre. Es tierra donde la infamia se convierte en normalidad absoluta. ¿Cómo calificar, si no, que den asilo a la Pepona, ex miembro del Comando Vizcaya, al que se le atribuyen como mínimo seis asesinatos? ¿Es esa la Europa que nos prometían? ¿Es ese el espejo en el que hemos de mirarnos los demócratas españoles? ¿Es Bélgica, que se ha negado siempre a extraditarla bajo el pretexto, criminal y obsceno, de que a los vascos se le había quitado el derecho a la autodeterminación, calificando a los etarras como “refugiados políticos”, un país digno de pertenecer a la Unión Europea?
A Jauregui, el abogado Bekaert, que la tiene como cliente así como a Puigdemont, la definió como mujer de mundo; Puigdemont, por su parte, busca su amparo y cobijo. ¿Era a esto, Presidents Pujol y Mas, a lo que se referían cuando hacían discursos acerca de la superioridad moral de su causa? ¿Es con esta gente con quien pacta el PSC de Iceta diputaciones y alcaldías? ¿Son estos a los que pretende seducir Sánchez para que lo invistan presidente de España?
Ninguno de los separatistas hablará de esta cena. Del imán de Ripoll y del CNI, achacando al estado el criminal atentado yihadista de las Ramblas, mucho. La infamia gobierna nuestra sociedad con nombres y apellidos.
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