Es el premio más importante que se concede a los escritores iberoamericanos. Creado por el Ministerio de Cultura de España, el Premio Cervantes reconoce la trayectoria de un autor cuya obra haya contribuido a enriquecer el legado literario hispano. El 23 de abril, día en que se conmemora oficialmente la muerte de Miguel Cervantes, solía hacerse el acto de entrega en una ceremonia en la Universidad de Alcalá de Henares presidida por los reyes de España.
Hace un año, en abril de dos mil veinte y por primera vez en la historia, no se celebró la entrega el día señalado. En Alcalá de Henares, el Paraninfo se mantuvo desierto y las campanas doblaron, huecas, sin la ceremonia que distinguió a Borges, Octavio Paz, Miguel Delibes, María Zambrano o Ana María Matute. Ese año el Cervantes correspondía al poeta Joan Margarit, que se quedó sin acto y sin discurso. La entrega ocurrió meses después, de tapadillo y casi de forma clandestina, por un Rey avergonzado que despachó malamente la efeméride.
Entonces, la Corona llamó acto íntimo a lo que parecía un encuentro sedicioso… ¡no vayan a molestarse los independentistas por hablar español en la entrega del premio que distingue ese idioma! Este año, el Cervantes vuelve a quedarse sin alguien que lo reclame y lo defienda. Ni boato, ni paraninfo ni Quijote: sólo el silencio atronador del desinterés y el desprecio. ¿Nadie echa de menos el premio más importante del español? Este 2021 tampoco se celebrará la entrega por la frágil salud del poeta valenciano Francisco Brines. Los reyes acudirán a Alcalá de Henares, al menos. A este paso acabaremos por olvidar lo que ese premio supone.
Ni siquiera Ángel Gabilondo asomó el tema. Como la cultura no da votos, cuando alguien la agravia no suena ni una voz díscola que reclame su reparación...
Amaneció la víspera del día del libro con la prensa, atareadísima, despellejando la poca carne del debate electoral madrileño: que si este ganó, que si el otro perdió. Aquello tenía más de condumio que de debate, una merienda de latiguillos en el que los candidatos se dirigieron a sus posibles electores tratándolos como a niños. Cuando las hubo, enunciaron las ideas separándolas en sílabas. No hubo ni una palabra sobre la cultura, ya fuese en Madrid o en el resto de España. Ni siquiera Ángel Gabilondo asomó el tema. Estaba muy ocupado desmoronándose cual licenciado Vidrieras.
Amaneció también con las tertulias y los coloquios dedicados al hundimiento de Florentino Pérez y la creación de su propio club Bilderberg. Es cosa seria el balompié cuando de dineros se trata, quizá por eso se distraen la gente y los gobernantes con las cuitas florentinescas, que a Cervantes lo recuerdan muy poco y, cuando lo hacen, es porque la pompa y la circunstancia empujan. Nadie echa de menos la entrega del Premio ni al escritor que le da nombre. Nadie reclama una de las poquísimas ocasiones en que el orbe escucha lo que un escritor tiene que decir.
La ausencia de la más mínima voluntad para celebrar, no ya una entrega, pero sí una reivindicación del idioma y la figura que lo simboliza, desazona y preocupa. Como la cultura no da votos, cuando alguien la agravia no suena ni una voz díscola que reclame su reparación. No la usan ni siquiera para arrojársela como lo hacen con las cifras de fallecidos por coronavirus -¡no se ría!, que diría Iglesias-. En el Siglo de Oro, al teatro iba gente que no sabía leer. No en vano la comedia se convirtió en un género ejemplarizante que sirvió para señalar unas conductas y sugerir otras. Cervantes habló de la España de ese momento en sus comedias y entremeses: ahí están El gallardo español, La casa de los celos, Los baños de Argel, El rufián dichoso y también El hospital de los podridos. En sus obras, Cervantes reflejó el espíritu de su tiempo… y aunque nos pese, del nuestro.