No habían transcurrido tres años del primer gobierno de Felipe González cuando el que era ministro de Economía y Hacienda, Miguel Boyer, presentaba su dimisión luego de varios choques con el vicepresidente, a la sazón Alfonso Guerra. Boyer reclamaba mayor autonomía y una vicepresidencia económica. Guerra puso pie en pared. Ganó Guerra, pero aquel episodio puso de manifiesto lo que solo los muy iniciados sabían: que en el seno del PSOE convivían dos modelos de partido y dos proyectos de país. Ese también fue el punto de no retorno de una relación, la de Felipe y Guerra, que nunca se había caracterizado por una gran afinidad en lo personal y que tras la renuncia irrevocable de Boyer dejó entrever profundas divergencias políticas.
Desde ese momento, hasta que en 1991 el que dimitiera fuera el “número dos”, la distancia entre ambos dirigentes socialistas no hizo más que agrandarse. Alfonso se atrincheró en el partido, e hizo de Ferraz mucho más que su castillo: convirtió al PSOE en un verdadero contrapoder al Gobierno. Y Felipe cedió. Traicionó sus principios jacobinos y, para contrarrestar a Guerra y al aparato, creó un comité de notables compuesto por los líderes regionales, los “barones”, un poder paralelo que con el paso del tiempo diluyó la influencia de los órganos centrales hasta convertirlos, ya en época de Rodríguez Zapatero, en lo que hoy son, un cero a la izquierda, una estructura de cartón piedra cuya única función es dar apariencia democrática a las decisiones del líder supremo.
Es el primer error serio de cálculo de un Sánchez que ha infravalorado la pervivencia en el PSOE de un alma que se resiste a ser absorbida por la izquierda populista
Fue entonces, justo en el momento en el que González se echó en brazos de los jefecillos territoriales, cuando a juicio de ilustres estudiosos de esas dos corrientes socialistas, el felipismo y el guerrismo, empezó a joderse el PSOE. Es a partir de ahí, en el preciso instante en el que los líderes regionales empiezan a exhibir galones reforzados, cuando se inicia un irremediable proceso de deterioro de liderazgo en el socialismo español. Ninguno de los secretarios generales que vinieron después de González fue un líder natural. Ni a los catalanes ni a los andaluces, los dos principales polos de poder periférico, les interesaba un líder fuerte en Madrid. Y a excepción de Josep Borrell, abrasado por el fuego amigo cuando dio el paso y derrotó a Joaquín Almunia en unas históricas primarias, todos los que en estos años han asumido la responsabilidad de encabezar la oferta socialista lo hicieron por descarte, gracias a que los virreyes conspiraban sistemáticamente para apartar de la carrera a los candidatos que se resistían a la creciente centrifugación del poder.
De ese modo, Rodríguez Zapatero se alzó con el liderazgo como reacción a la amenaza que para los privilegios de los barones de las comunidades “históricas” representaba el otro candidato con opciones, el muy centralista José Bono. Tiempo después, un desconocido Pedro Sánchez se hizo en primera instancia con la Secretaría General gracias a las maniobras dirigidas desde la sombra por Susana Díaz para evitar que el elegido fuera Eduardo Madina. Caso aparte es el de Alfredo Pérez Rubalcaba, quien podría decirse que fue un candidato a empujones para evitar que Zapatero dejara el poder no ya en manos de los territorios, sino de un lobby en parte ajeno a la representación política. La suerte -o la mala suerte, según se quiera ver- fue que, a pesar de la merma de calidad en la cúspide del partido, ZP y Pedro Sánchez lograron hacerse con el poder, no tanto por méritos propios como por los errores e indecencias varias del adversario (las mentiras de Aznar tras el 11-M o la Gürtel y demás corrupciones).
La verdadera línea roja
No es por tanto equitativo volcar toda la responsabilidad de lo que hoy sucede en las estrechas espaldas de un gobierno débil que no supieron impedir sus legítimos oponentes y al que sujetan con pinzas sus aparentes antagonistas. De hecho, la demediada mesa de diálogo España-Catalunya (sic), que ha reunido en su primer concilio a dos mundos de casi imposible intersección, nunca hubiera sido posible sin la inestimable ayuda de Mariano Rajoy y Albert Rivera, por citar solo a los más destacados intérpretes de la deprimente petenera en la que se ha convertido el centro-derecha español. Así, no parece que vaya a ser la que el profesor Gonzalo Quintero llama mesa imposible la osadía que mayor desgaste pueda ocasionar al inquilino de La Moncloa. Al menos no entre la militancia y muchos votantes socialistas, persuadidos como están de que las consecuencias de un choque frontal entre el Estado y el independentismo podrían ser mucho más graves que el precio a pagar por el plausible aunque candoroso intento de reconducir las aguas a cauces pretéritos.
Habrá rectificación. No antes de que se negocien los presupuestos, y puede que aplicando la muy discreta vía del silencio administrativo. Pero la habrá
No, el mayor riesgo para Sánchez no es la estrambótica mesa bilateral en la que del lado del constitucionalismo se sientan personajes abiertamente anticonstitucionalistas y que, ya antes de empezar, había dejado de cotizar en las casas de apuestas. El verdadero peligro para el proyecto sanchista, lo que ha hecho que a cualificados cuadros del partido y de la UGT se les ericen los cabellos, es la promesa de cesión al Gobierno Vasco de la gestión de la Seguridad Social. Algunos diputados y senadores, parlamentarios europeos, dirigentes regionales y mandos del sindicato “hermano”, ya han pasado el recado: esa cesión unilateral, sin mediar debate interno alguno, es una locura, el fin de la caja única, la destrucción de un sistema modélico que fue la verdadera red de seguridad de las familias durante la crisis; el mayor ataque a la igualdad que, de producirse, habrán sufrido los españoles desde que fue ratificada en referéndum la Constitución. Una línea roja que ni siquiera los que le auparon a la Secretaría General para castigar la soberbia de Susana Díaz, y la prepotencia del aparato, están dispuestos a sobrepasar. El ser o no ser, dicen, del ya de por sí muy desfigurado Partido Socialista Obrero Español.
Palabras mayores. Y el primer error de cálculo de un Sánchez, sin contrapesos ni alertas, que siempre ha infravalorado la influencia de un alma del PSOE, si se quiere semioculta y contraída, pero que se resiste a ser absorbida por la izquierda populista y que, a pesar de todo, sigue creyendo en la igualdad como principio irrenunciable de una ideología en manifiesta retirada.
Habrá rectificación. Nunca antes de que se negocien los presupuestos, y puede que aplicando la muy discreta vía del silencio administrativo. Pero la habrá. Quédense con la copla.
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